Recuerdo el día en que mi abuelo, en su jardín, me mostró entre sus dedos un trébol y me lo presentó como un pequeño tesoro de la naturaleza que debía apreciar. Desde aquel día siento que cada trébol que veo es algo especial. Lo hizo así con muchas otras cosas sencillas, él se conectaba conmigo y mi sensibilidad. Y así pude nutrirme, en nuestra relación de abuelo y nieta, de su riqueza personal. Me enseñó a descubrir y disfrutar de cosas pequeñas. Ahora comprendo que lo que él hizo fue regalarme la “educación en el asombro”.