Un pequeño pincel con pintura dorada diluida recorre las pequeñas ranuras de la flor que Sandra Murillo está a punto de pegar en una lápida de mármol de unos 50 centímetros que entregará este fin de semana. Minuciosamente, mientras realiza los trazos, sopla levemente el girasol -que está elaborado también con mármol- para que la pintura quede lisa y se levante el polvo que aún mantiene la figura luego de haber sido tallada.
Luego de unos 30 minutos, y con las manos aún con restos de la pintura dorada, repasa otras líneas de la flor con pintura amarilla y finalmente les pone laca. Estos son los acabados de un encargo que ha tomado casi tres semanas a la marmolería en la que trabaja, en la av. Machala y Manuel Galecio, centro de Guayaquil, desde hace 25 años.
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Aproximadamente a los 24 años -ahora tiene 49-, Sandra se inició en esta labor a la que considera “esforzada, paciente y noble”. Le siguió los pasos a su suegro, quien era un maestro tallador en la marmolería. La motivó a lanzarse a este oficio, asimismo, observar a artesanas como Raquel Ochoa, quien tenía su taller también en el centro de la urbe.
El observar a la mujer en este minucioso trabajo la animó a aprender. Fue así como en 2009 obtuvo su título de maestra de taller en marmolería.
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El taller en el que trabaja, Moderna, se asentó en la ciudad hace 45 años de la mano de Elías Jimbo (suegro de Sandra), quien era uno de los talladores de la firma que tiene su sede principal en Cuenca. En esos años, relata, repuntó la llegada de otros talleres que se ubicaron tanto en la zona cerca al Cementerio General como en la av. Machala.
Murillo recuerda que algunos maestros talladores eran de la Sierra, especialmente de la provincia de Azuay. De hecho, don Elías era de Cuenca. Ella también es oriunda de esa ciudad, pero radicada con su familia en el Puerto Principal.
Hace cuatro décadas, los talleres se ubicaban uno al lado de otro en el área cercana al camposanto, y era usual, en ese entonces, ver a los artesanos con una especie de pico tallar los motivos religiosos o paisajes en las piezas de mármol gris claro u oscuro. En la actualidad hay quienes aún no quieren pasar a la industrialización y mantienen esta práctica para no dejar de lado la parte artesanal del oficio.
Con la llegada de las maquinarias a la labor y la simplificación de algunas funciones, poco a poco esa ‘camada’ de artesanos fue desapareciendo y empezaron a tomar las riendas de los negocios los hijos y hasta nietos. En algunos talleres está al frente la tercera generación, en el caso de Moderna, en Guayaquil, está la segunda y se incentiva para que continúe la tercera. Es decir, el nieto de don Elías Jimbo.
“Las voluntades no cambiaron y se siguen esculpiendo las imágenes en las lápidas porque se mantiene la tradición de algunas familias. Mientras la gente siga pidiendo trabajos, el oficio no morirá”, cuenta Murillo.
En los últimos diez a quince años la dinámica de los pedidos ha cambiado. Antes, las familias acudían a los talleres apenas se producía el fallecimiento. Aún consternados encargaban la mejor lápida que podían costearse para dignificar al difunto en la vida eterna. Solicitaban esculturas adosadas a la lápida con imágenes de Cristo, el corazón de Jesús o distintas advocaciones.
Ahora, aunque hay clientes que piden grabados especiales. Las nuevas tecnologías permiten desarrollar cualquier tipo de composición personalizada, pero más sencilla y a menos costo. Tres horas tomaría una grabación de un pasaje bíblico o de alguna imagen, mientras que el trabajo a mano puede llegar a las tres semanas.
“La mano del hombre viene a la baja, los clientes quieren cosas especializadas, pero que ahora son hechas a máquina. En nosotros, los artesanos, queda decirles a ellos: esto es a mano, esto tiene más detalle y esto es valioso o es más valioso. Es triste cuando nos vemos sobrepasados por una máquina. Ya no hay mucho aprecio al trabajo a mano”, manifiesta Murillo.
Sin embargo, esto no la desmotiva. Para este año, en el marco del Día de los Difuntos, recibió una docena de pedidos. La gran parte fue para detalles hechos a máquina y un porcentaje mínimo a mano. Las esculturas más elaboradas llegan desde Cuenca.
A diario, Sandra vigila que cada una de las piezas talladas que tiene en el local permanezcan en buen estado. Las limpia y las retoca, de ser necesario. Por momentos se encierra en el pequeño taller que tiene en el mismo establecimiento y trabaja con la misma dedicación que a sus 24 años. Toma entre las manos los pinceles, el lápiz tallador y pasa horas dándoles forma a pequeñas letras o figuras que monta sobre las placas.
“A pesar de que desean algo más barato, los maestros tenemos la labor de hacer que todo quede perfecto, que nuestro trabajo perdure. Mientras continúe la tradición de decorar las lápidas el oficio no morirá”, señala. (I)