Que un entrenador se mantenga casi 27 años en un mismo club en el inestable superprofesionalismo del fútbol actual es auténticamente insólito, milagroso y, de seguro, irrepetible. Lo logró Alex Ferguson en el Manchester United entre noviembre de 1986 y mayo del 2013. Claro, lo acompañaron los éxitos permanentes. Pero no fueron obra del Espíritu Santo, él los gestó; tampoco es mérito exclusivo de los jugadores; en tantos años pasaron cientos de actores y con todos ganó. Por si acaso: él los reclutó, los preparó y los mentalizó. Pese a las toneladas de gloria conquistadas, casi tres décadas en ese cargo es un hecho inusual, tanto que se transformó en paradigma. Cuando un colega suyo se mantiene más de tres años al frente de un equipo se dice: “Simeone es el Ferguson del Atlético”, “Tabárez, el Ferguson de Uruguay”. ¿Cómo pudo sostenerse por más de 26 temporadas en una entidad de tal exigencia…? Con la fórmula eterna, la cual el Toto Lorenzo definía en su léxico: “Un palo y un caramelo”. El caramelo para tener feliz al jugador, el palo para sacudirlo si se desvía del camino. Ferguson siempre tuvo la llave del vestuario. Podía pasar de una sonrisa paternal a la cólera más furibunda. David Beckham cuenta en su libro Mi vida que varios compañeros debieron separarlo “del jefe” cuando este, enardecido tras una derrota, pateó con todo un botín y le dio al futbolista en la ceja, en la cual debieron aplicarle dos puntos de sutura. “De pronto parecía una pelea de gángsters”, cuenta David, quien a los cuatro meses debió salir y recaló en el Real Madrid. Los futbolistas mandan en el vestuario… pero no en el vestuario de Ferguson.