Cecilia Ansaldo Briones
Una colega me cuenta una experiencia universitaria: “Maestra, déjeme elegir mi grupo de trabajo porque mi mamá me ha pedido que no lleve cholos a la casa”, le pidió una estudiante. En este frente, me digo, se estrellan todas las técnicas de trabajo pedagógico, todas las demandas empresariales, todos los afanes de democratización y armonía de las ideologías y las instituciones. El prejuicio social no puede ser más explícito en el caso que narro.
Recuerdo que viene de antiguo la costumbre de cholear a la gente, de calificar con esa palabra ubicua –que vale en varias dimensiones gramaticales porque ágilmente de sustantivo pasa a adjetivo y a verbo– a toda clase de fenómenos, al punto de que ha perdido su uso antropológico para centrar su peso semántico en la posibilidad de marginar, ofender, denigrar. La ideal igualdad sostenida en proclamas del derecho o predicada por las religiones parecería convencer en el plano de las palabras. Difícilmente pasa al de los hechos.
Cualquiera diría que los tiempos que corren han flexibilizado las fronteras sociales. Alguien me decía que en Guayaquil hay tal movilidad de grupos que los éxitos económicos y profesionales pronto hacen olvidar el origen racial y cultural de las personas. Aquello de los “nobles apellidos” se ha ido vaporizando al punto de que un joven de hoy desconoce de dónde provienen sus ancestros o cómo han conseguido la posición que ostentan. Simplemente, la gozan o la sufren. Que el marcado esteticismo y los dictados de la moda los haga reparar en la tosquedad de una nariz, en los rizos apretados de ciertas cabelleras, viene más desde afuera, vía televisión, que de un código explícito.
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El acceso a la educación o esa exhibición momentánea a través de los medios, de ciertos “triunfadores”, han sacado de su invisibilidad a los sectores depauperados que reunían un doble estigma: el racial y el económico. Estar más cerca por ascendencia, de nuestros aborígenes o ser pobre, como se lleva en el físico, sujetaba a las personas a una reducida rotación social. Hoy las cosas son diferentes. Ni siquiera la pobreza, que obliga a vivir en barrios retirados, a realizar trabajos poco valorados en términos de lucimiento, a vestir de identificable manera, paraliza la exploración de ambientes, la búsqueda de oportunidades. Quiero decir que, en los parámetros de aquella alumna, “los cholos” están en todas partes.
Esto no significa que la puerta mental de mucha gente no siga cerrada al trato con la enorme diversidad social y cultural de nuestro medio. No discuto que en maneras de vivir, costumbres y hasta modales, eso que heredamos de casa y tiene nombres imprecisos –urbanidad, cortesía, buen gusto– pone marcas de comportamiento que las personas exhiben casi sin darse cuenta. Y que son de gusto o disgusto del prójimo. Y que enriquecen o estorban a la hora de compartir jornadas de cualquier tipo de convivencia. Pero todo eso es adquirido y se puede aprender.
Felizmente, yo sí he visto florecer el compañerismo y la amistad entre los diferentes. Cuando la inteligencia, las metas comunes, los valores humanos como la sinceridad y la honestidad, riegan el terreno de los encuentros, la mirada se desplaza hacia esos rasgos del alma. Ojalá que la alumna en mención halle entre los compañeros que ahora descalifica, aquel que permita descubrir la joya de la amistad.