Sí, se fueron tres amigos con los que en algunos momentos de nuestras existencias tuvimos relaciones deportivas. Vi jugar a Efraín Rico desde que llegó a Guayaquil, en 1954, en el desaparecido Reed Park. En aquella época los panameños eran los obligados refuerzos en los campeonatos locales de béisbol.

Todos los sábados por las tardes rigurosamente tomábamos un bus en la plaza San Francisco para espectar ese deporte que para los guayaquileños fue tan querido. Rico, como lanzador, hizo época y también fue un excelente bateador. Hice amistad personal en el crepúsculo de nuestras vidas y me sentí emocionado cuando estreché su mano ganadora.

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A los 70 años se me ocurrió aprender a jugar softbol (primo hermano del apasionante béisbol) y mi primer instructor fue, y es, Lucho Calamaris. De repente, por falta de tiempo de Lucho, me hallaba de alumno de Efraín. Él me sacó del eterno jardín derecho y me enseñó a jugar la primera base y corrigió defectos de bateo. Nunca he sido ‘la mamá de Tarzán’ bateando, pero Rico me hizo creer que yo era un toletero imprevisible porque colocaba la bola casi adonde yo quería. Comprenderán, estoy recordando a un amigo y maestro fallecido.

Como sea, jugué dirigido por él en el Míster Rico y luego de sus enseñanzas en otros equipos, donde también fuimos campeones. En enero pasado me enteré que viajó a la eternidad el 18 diciembre del 2010. No me explico cómo nadie me pudo haber dicho para asistir a su sepelio. A su familia, un abrazo agradecido y fraterno.

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Gastón Thoret resumía su forma como gran entrenador de natación en nuestra inicial conversación. De repente, como quien nada decía, se habló de fundar una academia de natación en el sur, donde vivíamos en aquellos tiempos.

Allí, en la entrada del tradicional Barrio del Centenario, le aseguramos que no le iría mal. Le fue bien, muy bien. Sus alumnos hacían filas para ingresar a chapucear. En la mañana de su sepelio esa entrañable y gran impulsora que era Toyita Morales de Thoret me recordó: ‘tus hijas fueron las primeras alumnas y Gastón las adoraba’. También recordé cuando los padres asistíamos a las competencias, de las que mi nena Ximena tiene un par de medallas en dos torneos Grancolombianos.

Tanto Jorge Delgado como Ricardo Vasconcellos R. han dedicado columnas por el fallecimiento de Gastón, en el área técnica y afectiva de expertos en ese deporte. Nadie mejor que ellos y yo, por el amor de un padre agradecido por mis hijos, que tuvieron sólida formación deportiva en su academia.

Fernando Tamayo Rigaíl se fue inesperadamente. Con el Flaco, como nos saludábamos mutuamente, nos conocíamos desde muchachos. Jóvenes, de los que formábamos las famosas galladas del boulevard 9 de Octubre. Él en Santa-9 y yo del Boca-9. Y jugábamos en los torneos indorfutboleros barriales.

Cuando se habla de personas como Fernando solo se puede hacerlo en sentido positivo, dada su empatía con los seres humanos. Jamás rehusó la sonrisa aunque a veces no estuviere de acuerdo en algo.

Por trabajo tres veces estuvimos cerca y siempre brindó una ayuda gentil y amena en las oficinas del IESS, en Guayaquil; la Bolsa de Valores, donde brilló como gran ejecutivo; y como Registrador de la Propiedad.

En aquellas oficinas, hace algún tiempo, me detalló alborozado un sistema de información que había creado y que había asistido a algunos países para conferencias sobre ese tema y que, además, era asesor para su implementación. En esos días Fernando tenía que viajar rumbo a Costa Rica.

Francamente, cuando los amigos se van se estrecha un nudo en la garganta y se comienza a pensar en uno mismo. Cuando entré a las salas de velaciones de Gastón en su momento, y de Fernando después, se comienza con el saludo y abrazos con los circundantes mayores de edad y automáticamente se evoca la juventud.

Las piscinas, los hijos de uno, las competencias, los barrios de Guayaquil, bellos y distintos de unos, y otros. De una ciudad que se fue, pero que ahora es distinta y mejor, que ya pertenece a nuestros hijos y a su futuro. Todo pasaba por mi mente cuando me acercaba a Toyita de Thoret, después a Leonor de Tamayo y al estrechar las manos de sus hijos.

Y uno allí evoca la ciudad con sus pertenencias, con lo que uno cree que es de uno y realmente nos pertenecemos todos hasta el viaje a la eternidad.

Fernando Itúrburu, en su último libro, llamado El águila bajo el sol, en la entrevista que le hace a Michael Handelsman, un gringo más guayaquileño que el río Guayas, al recordar lo contradictorio dice de la urbe, explica que “a pesar de todo, encuentro una alegría, la gente comunica una vitalidad inagotable, la lucha diaria no rompe su espíritu. Lo digo con respeto y humildad, siento que Guayaquil es mi ciudad, donde he echado raíces, donde he visto gente querida nacer y fallecer... en fin, una ciudad que me ha marcado profundamente”.

En fin, esta ciudad de nuestros amados fallecidos –hablando de mi entorno– se lleva tres recuerdos imborrables: Efraín Rico, Gastón Thoret Marcos y Fernando Tamayo Rigaíl.