Cecilia Ansaldo Briones
Una colega me habló del personaje hace algunos años. Una amiga mencionó el filme recientemente. Con esos dos antecedentes me di, de cara y emociones, con Temple Grandin. La concesión de los premios Emmy es una fiesta circunstancial y que el filme haya conseguido cinco estatuillas por la versión que HBO expande en las pantallas grandes, se perderá como una novelería en la maraña de los tiempos. Aunque deba admitir que por llegar al cine es que la real y extraordinaria existencia de esta mujer se nos materializa frente a los ojos y su vida concreta, que convoca admiración y arrobamiento, se hará más conocida.
La doctora Temple Grandin –con doctorado en Ciencia Animal de la Universidad de Illinois– ahora profesora de la Universidad de Colorado, habría sido un talento perdido para la humanidad, si su madre hubiera escuchado el consejo del pediatra de entonces: que la encerrara de por vida en una institución dado que padecía de esquizofrenia infantil. Ese diagnóstico es el que aventuraba la ciencia, allá por 1951, cuando el extraño ensimismamiento de un niño que rechazaba que lo tocaran y que no aprendía a hablar, no tenía nombre. Pero muchas madres no se rinden ante lo aparentemente irremediable: la de Temple impuso una enseñanza doméstica que le permitió a la niña adquirir lenguaje, cierta sociabilidad y buscó la incipiente enseñanza para niños especiales.
Sería largo narrar las incidencias de esta fascinante biopic. Prefiero detenerme sobre algunas reflexiones que se merece el autismo como rasgo neurológico que planea por encima de niños de nuestro contorno, sin que todavía nos quede muy claro qué pasa con ellos. Como ocurre con gran parte de enfermedades y conductas humanas, tal vez viene de antiguo pero no se podía explicar. Todo lo diferente se quedaba detrás de la palabra “raro” (auténtico eufemismo en nuestros días hacia lo que marginamos por nuestros propios prejuicios). ¿Es una deficiencia o trastorno? Prefiero la segunda palabra simplemente porque el que es reconocido como autista tiene una conducta un poco diferente de los demás. Sus posibilidades de comunicación están matizadas de rasgos peculiares: retraimiento, falta de empatía, exceso de emocionabilidad. Pero ninguna de estas características tiene nada que ver con inteligencia y talentos.
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El caso de Grandin es tan especial que hoy el mundo la reconoce como una celebridad en materia de comunicación animal. Ella propuso y diseñó un sistema de bienestar para seguir en los mataderos de ganado, de tal manera que las reses vayan al faenamiento sin violencia. La película es hábil en aproximarnos a la inexplicable conexión que ella tiene con la mente animal, a su intelecto dominantemente visual. Hoy, el cuarenta y tres por ciento de los mataderos de los Estados Unidos están diseñados como recomienda la maestra Grandin.
Dos son los campos de su batalla: el respeto por el dolor animal y la comprensión del autismo. Ha escrito su biografía y da charlas por todo el mundo sobre estos temas. Si nos dejamos llevar por la formidable actuación de Claire Danes, su trato rudo, sus temores a hechos insignificantes, su incapacidad de contacto corporal, su soledad personal, no han sido un obstáculo para arrastrar la admiración de conglomerados. Que la estúpida frivolidad de los medios la haya criticado porque asistió a la entrega de los Emmy, vestida con su clásica camisa vaquera, ni siquiera la roza. Temple es demasiado grande.