Pedro X.Valverde Rivera
Aún recuerdo los spots de televisión del entonces candidato a la Presidencia, Rafael Correa, en el que se subía a un ascensor lleno de payasos, simulando que estos, los de la sonrisa perenne, representaban al Congreso Nacional.

Era un mensaje muy directo, que representaba lo que él pensaba de la clase política.

Tan claro fue el mensaje, que la Alianza no presentó para esas elecciones, las del debut, candidatos al Congreso Nacional.

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Hoy sabemos que todo fue un cuento, que todo ya estaba en agenda, que ya estaba en mente la destrucción de los rezagos de institucionalidad democrática que le quedaban al Ecuador.

Y obviamente, el Congreso Nacional tradicional no le servía a la revolución.

No porque en el mismo campeara la corrupción, los amarres, el abuso del poder, la mediocridad y el servilismo; sino porque en ese ambiente, difícilmente cuajaría el carajazo del supremo líder para allanar todos los poderes de la República a su paso.

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Era tierra de patriarcas monos y longos, de líderes provinciales o regionales y el proyecto de la revolución ciudadana necesitaba una sola voluntad, sin necesidad de consensos; necesitaba un gran dueño del país.

Y usted ya conoce el resto, amigo lector: la revolución se comió al Congreso, al TC, al Tribunal Supremo Electoral y a los organismos de control, arrasó en las elecciones para la Constituyente, escribieron lo que les dio la gana, y lo que se les olvidó, lo metieron en medio de las tinieblas.

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Usaron para todo ello, precisamente a quienes hoy, con un cinismo inédito, acusan de desestabilizadores, de caotizadores y de anarquistas.

Como lo he repetido en varios artículos anteriores, luego de la última elección, a Correa, finalmente, le llegó el momento de gobernar.

Y a pesar de tener un inmejorable ambiente a favor para ello (como no lo ha tenido Presidente alguno, por lo menos en los últimos 31 años) su propia lengua y las uñas largas de su entorno, se han encargado de echar a perder la irrepetible oportunidad de cambiar el Ecuador.

También dijimos que como no se puede mentir siempre a todos, tarde o temprano colisionarían las promesas de campaña que hizo a Dios y al diablo; por ejemplo, a los indígenas les prometió todo: que el buen vivir, que los recursos bajo tierra, que la plurinacionalidad y transversalización de la plurinacionalidad (qué paja, por Dios), que la justicia indígena, que la resistencia; y por otro lado, necesita plata para seguir comiendo al cuento a las masas.

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Y creyó, que como ya no necesitaba asustar a nadie, que como ya no necesitaba tumbar a nadie, ya no los necesitaba; ni a los indígenas, ni a los maestros, ni a los comunistas de escritorio elevados a la categoría de embajadores plenipotenciarios.

Y se convirtió en un gobierno burgués, como los anteriores, con los mismos defectos de estos, pero elevados a la enésima potencia como consecuencia de la concentración de poderes y la falta de rendición de cuentas.

El Ecuador se ha despertado; el incidente en La Concordia y los reiterados fracasos políticos del oficialismo en la Asamblea son señales incuestionables de que el escenario político está cambiando; el discurso se está agotando y los recursos también.

Se les acabó la fiesta; están llegando las tempestades y han sido tantos los vientos que quedarán muy pocos en pie cuando este triste capítulo concluya.