BARCELONA, ESPAÑA

Dos de los escritores más relevantes de Ecuador acaban de ser reeditados en España y Argentina: Pablo Palacio en la editorial Final Abierto, de Buenos Aires, y Humberto Salvador en Ediciones Escalera, de Madrid. En el caso de Palacio se sostiene un proceso de reediciones que alcanzó su mayor logro con la edición española de Wilfrido Corral en Galaxia Gutenberg, el año 2000, la misma que recibiera elogios de Enrique Vila-Matas. También ha circulado por España una edición artesanal de Vida del Ahorcado, iniciativa de Sonia Ayerra, que incluso tomó el nombre de un cuento de Pablo Palacio para darle nombre a la editorial Luz Lateral. Ahora, con la edición argentina de Palacio, queda patente el crecimiento continuo que este autor ha logrado en el escenario literario de habla hispana y, sobre todo, en nuevos lectores que lo asocian con otros autores latinoamericanos de registro vanguardista.

El caso de Humberto Salvador es diferente y conviene detenerse un poco en él. Su libro En la ciudad he perdido una novela…, originalmente publicado en Ecuador en 1930, y solo reeditado en 1993 en la colección Antares, aparece por primera vez en España. Pero Salvador fue en su época un autor editado en Latinoamérica e incluso traducido a otros idiomas. Todavía en librerías de Buenos Aires es posible conseguir alguna edición argentina de su libro más divulgado: Esquema sexual. ¿Qué pasó, entonces, con Salvador?

En un artículo que publiqué hace unos días en el diario español El País señalé que Salvador revelaba la nefasta injerencia que la política había tenido en varios novelistas ecuatorianos del siglo XX, y que las tres maneras de no dejarse afectar por ella en la escritura han sido el delirio, el exilio o la proximidad de la muerte. No mencioné una fuerte consciencia estética o el humor, porque ambos tienen su parte delirante y exiliada. Luego de escribir su primera y original novela, Salvador cedió a la presión de los camaradas de su tiempo: Gallegos Lara lo desmereció, e incluso un crítico como Edmundo Ribadeneira, en la segunda mitad del siglo XX, menospreció su obra, más por un fanatismo de izquierda que por razones estéticas. Salvador terminó publicando novelas comprometidas, tituladas Camarada, Trabajadores, Universidad Central, sometiéndolas al condicionante mimético de lo inequívoco, con las que cosechó algunas traducciones y el aplauso internacional, ahora fantasma.

Pablo Palacio murió joven, no tuvo margen a la connivencia ni la pretendió nunca. Salvador se acomodó a lo que le pedían los bienintencionados pero nefastos pedagogos de su época. Hacia la segunda parte de su vida, quiso volver a sus comienzos. Escribió novelas que publicaba en una pequeña editorial universitaria de Guayaquil, pero no recuperó el fulgor de esa primera novela escrita en el puro trance de una novela imposible. Ahora son las obras más individuales y delirantes de Palacio y Salvador, las rechazadas, las extrañas, las que no flirtearon con la demagogia política, las que se reeditan con admiración en el resto del mundo. Bien decía John Berger que lo que suele dejar anticuado el contenido político de un libro es su oportunismo. Y Berger se refiere, por supuesto, a las novelas.