Si el propio origen del vino se pierde en la bruma de las leyendas, parece natural que sean muchos los vinos a los que podemos llamar legendarios, y no en sentido figurado, sino porque sus orígenes también están relacionados con la leyenda.
Más que los vinos, las uvas que les dan origen. Claro que hay datos históricos, más o menos contrastados; pero la historia se confunde con la leyenda, aunque no haya que remontarse a tiempos legendarios, sino a épocas históricas como la Edad Media.
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Es el caso de uno de los mejores vinos blancos de la Cristiandad, que se llama como la uva de la que procede: albariño. Y se elabora en Galicia, muy cerca del mar; es un vino netamente atlántico.
Hay noticias de ese vino al menos desde el siglo XII, pero son noticias confusas. Se cuenta que, a comienzos de esa centuria, los monjes del Císter, guardianes del Camino de Santiago, plantaron frente al océano las cepas que habían traído de su monasterio de Citeaux.
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Las uvas se sintieron a gusto en los valles de las Rías Baixas, y prosperaron, se adaptaron al suelo, al clima suave y lluvioso. Y de ahí arranca la leyenda de estos vinos. Unos vinos, digámoslo ya, extraordinarios.
Se les ha llamado “vinos del mar” y, también, “vinos del fin del mundo”, ya que por aquellos tiempos, y para un europeo, el mundo se acababa en el Finisterre gallego, desde cuyo impresionante promontorio se podía ver cómo un sol enrojecido se hundía en las aguas de aquel mar del que nadie parecía saber cuáles eran sus límites occidentales.
Son vinos de color amarillo pálido, con reflejos que van del verdoso al dorado.