La infancia es un periodo crucial en la formación del individuo. Es la etapa de nuestras vidas en la que se adquieren habilidades, valores y se forjan recuerdos que perduran por toda la existencia. En este sentido, el fútbol emerge como una herramienta invaluable para el desarrollo integral de los niños por ser una actividad que ofrece no solo entretenimiento, sino también lecciones fundamentales para la vida.

Desde tiempos inmemoriales, esta disciplina deportiva ha sido más que un juego; el balompié genera un espacio donde se aprende la importancia del compañerismo, de la empatía, el esfuerzo y la superación. La pelota de fútbol se convierte así en el símbolo de aventuras compartidas en solares vacíos, portales de casas, patios de colegios y calles de barrios humildes. Estos lugares no son simplemente campos de juego, sino verdaderas escuelas de vida donde los niños, a través del deporte, aprenden a ganar y perder con dignidad.

Diego Lucero (i), de Clarín, de Argentina, junto a Miguel Roque Salcedo, de EL UNIVERSO, en el Capwell, durante la Copa América de 1947. Foto: Archivo

La influencia generacional, como lo expresaba el escritor colombiano Mauricio Silva Guzmán, añade un componente emotivo y cultural al juego. Los debates apasionados, por ejemplo, sobre la calidad de grandes futbolistas, como los argentinos Adolfo Pedernera o Alfredo Di Stéfano (las dos estrellas de El Dorado colombiano, entre 1949 y 1954), se convierten en momentos de conexión entre padres, hijos, abuelos y nietos, transmitiendo no solo conocimientos futbolísticos, sino principios y tradiciones familiares.

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En un mundo cada vez más digitalizado, en el que los niños pasan infinidad de horas frente a pantallas, el fútbol aún es una poderosa herramienta para fomentar la actividad física, la sociabilización y el desarrollo emocional de los más jóvenes. Es necesario apreciar y promover la práctica de este deporte entendiéndolo como una actividad que va más allá del mero entretenimiento. Hay que reconocerlo como una escuela de creencias, convicciones, y como un vínculo generacional que enriquece la experiencia humana.

Antes de los estadios fueron las calles del barrio los sitios donde lucía la pequeña pelota de cuero, que debía volver a moldearse cuando un carro la aplastaba. Los arcos eran dos piedras en cada cabecera de la improvisada cancha; los goles eran válidos si no rebasaba la pelota la altura de las rodillas; la vereda, una especie de jugador, porque servía para hacer una pared; y la suspensión del partido se producía cuando algún carro atravesaba la calle.

Pero además crecimos escuchando los partidos de fútbol en las transmisiones radiales con las voces de Ralph del Campo y Ecuador Martínez, y los comentarios de Miguel Roque Salcedo, Ricardo Chacón, Guillermo Valencia León, Arístides Castro, Mauro Velásquez, Manuel Chicken Palacios, Alberto Sánchez Varas y tantos otros periodistas que con sus opiniones y conocimiento cultivaban nuestra imaginación.

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Era un sacrilegio no ilustrarse con las fotografías en blanco y negro de los diarios que mostraban las voladas de los arqueros, como Cipriano Yulee, Pablo Ansaldo, Jorge Delgado, Hugo Mejía, y Alfredo Bonnard.

Portada del libro ‘Entre las letras y el fútbol ‘, de Ricardo Vasconcellos Rosado.

Eran los tiempos en que consumíamos sobre todo el promocionado balompié argentino, con las revistas de moda, que con retraso de dos semanas llegaban a los puestos de Guayaquil. Era una escala obligatoria en la caminata de regreso del colegio; implicaba detenerse en el local ubicado en las calles Chile y 9 de Octubre para saber si habían llegado las ediciones de Goles o El Gráfico. Con felicidad, gastábamos las pocas monedas ahorradas.

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Esas revistas marcaban la pauta de la opinión futbolera. Sus editorialistas y cronistas escribían con modo literario, penetrante, inspirador. Esa admiración por el estilo rioplatense se eclipsaba cuando mi viejo afirmaba que los que yo leía eran alumnos de los verdaderos maestros que fundaron esa corriente: Borocotó (Ricardo Lorenzo), Félix Daniel Frascara, Dante Panzeri, cada cual con su distinción.

En El Gráfico, Borocotó era experto en descripciones filosofales, cuyos títulos magistrales nos inducían a llegar al desenlace para hallar la razón de una trama explicada con elegancia. Tenía un estilo costumbrista y emocional; defendía a muerte “el alma del potrero”; pero también era experto en ciclismo, automovilismo, y fue guionista de películas, como Pelota de trapo (1948), Sacachispas (1950), entre otras.

Y Frascara, apasionado literato, pero también bohemio incorregible, periodista talentoso, ingenioso, fue uno de los responsables del impulso de El Gráfico. Escribía con la misma solvencia de fútbol, boxeo, atletismo. En una noche de café, cuando le tocó intervenir, todos pensaban que se luciría hablando de Pedernera, José Manuel Moreno o Mario Boyé, jugadores extraordinarios de su época, pero no fue así. Dio una charla magistral sobre los filósofos griegos.

Luego llegó Panzeri, una leyenda del periodismo deportivo. El periodista Andrés Burgo calificó así su estilo: “Rebelde, intenso, irreverente, frontal, inconformista, fiscal innegociable. Él no escogió la poesía ni la filosofía, prefería ser confrontador. En su época creó la diferencia entre los periodistas de la prosa y los de la crítica. Después se consagraron Juvenal (Julio César Pasquato) y El Veco (Emilio Lafferranderie), recuperadores de la belleza como estilo. El periodismo de ambos fue literario. El Veco: el hombre que jugaba a contar historias es el título de una biografía del uruguayo.

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Y no crean que en Ecuador no han existido periodistas que han engalanado la literatura ecuatoriana del fútbol. Los encontré honrosamente identificados en un libro que adorna mi biblioteca: Entre las letras y el fútbol, recopilación hecha por el investigador, y coautor de ese brillante ejemplar, Ricardo Vasconcellos Rosado.

La obra contiene textos de cerca de 40 autores ecuatorianos, como Demetrio Aguilera Malta (Una pelota, un sueño y diez centavos, fragmento de su novela póstuma publicada en México, en 1986) y Fernando Artieda (Con el Barcelona en el alma, donde explica por qué el equipo torero era plebeyo en fútbol, pero no por origen, sino que su discurso futbolístico llegó a la vena del pueblo llano). También comparece Arístides Castro Rodríguez (Pucha que eres sabido ratoncito, publicado en 1966 en homenaje al gran Enrique Parajito Cantos), Ricardo Chacón García (espectacular al escribir sobre Chuchuca, nota publicada en Estadio en 1962), Otón Chávez Pazmiño (resaltando a los Cinco Reyes Magos del Emelec inolvidable de Fernando Paternoster).

En este recorrido hay que detenerse para leer Las puertas del verano, de Nelson Estupiñán Bass, fragmento de una novela de 1978; a Jorge Martillo, en Pelota de trapo, calles de asfalto; La fotografía de Spencer en la peluquería, de Galo Mora Witt; y Ángel Felicísimo Rojas, con Pelota loca, aparecido en El Telégrafo en 1934. Miguel Roque Salcedo describe las emociones infantiles del debut en ¡Qué partido!, de 1958. Otro artículo sentido es Balada para un futbolista, de Guillermo Terán Ortega, que vio la luz en 1983.

Entre tantos muchos textos que nos ofrece este original libro, Vasconcellos Rosado incluye su artículo dedicado al inolvidable maestro del periodismo Arístides Castro (Arcas): Carta al loco del cuarto 13. (O)