El asesinato de Fernando Villavicencio, político valeroso que ofrecía la esperanza de librarnos de la corrupción y de la violenta delincuencia organizada, nos confronta con una realidad nunca antes experimentada: el Estado no puede garantizar el derecho a la vida ni a la integridad. Ni a los actores políticos ni a los ciudadanos de a pie.

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Sin duda, el Estado carece de la capacidad para reprimir a las mafias que manejan el narcotráfico, lavado de dinero ilícito y los negocios que se nutren del dinero del Fisco. Hay un culpable de este nefasto convivir social, por sus acciones direccionadas a desmantelar la seguridad del Estado y convertirlo en un santuario para organizaciones delincuenciales internacionales, que empezaron su actividad en el 2007; y especialmente por el discurso de odio contra los que pensamos diferente a su plan de dominio, con el que “vacunó” a las masas menos ilustradas y manipulables; pero que al mismo tiempo fueron convencidas de que está bien robar si se hacen carreteras y les dan un bono, pero a los detractores hay que “entrarle a patadas”. Ello provocó que en Twitter pusieran precio a la cabeza de Emilio Palacio.

Culpables por omisión también hay. Los presidentes que ofrecieron restaurar la seguridad perdida y no lo hicieron, a pesar de haber afirmado en campaña electoral que solicitarían a Naciones Unidas una Comisión Internacional de Lucha contra la Impunidad, similar a la CICIG de Guatemala.

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Con un Estado sometido, estamos abandonados a la suerte, atrapados por la delincuencia organizada transnacional que permeó el sistema de seguridad estatal y que facilita a la delincuencia común el dominio de las calles y los barrios para robar o extorsionar (a cambio de “respetar vidas”). Todas las evidencias rotulan que lo único garantizado es la impunidad de los reos. El país se cae en pedazos como lo manifestó el presidente de la Corte Nacional, a propósito del asesinato de Villavicencio. La historia se hubiera escrito diferente si el presidente Lasso pedía a la Naciones Unidas la Comisión Internacional de Lucha contra la Impunidad, como si lo hizo la presidenta de Honduras para que funcione una CICIH en ese país.

Desde el 2007, ingresamos al remolino de violencia, terror social, regresión de derechos y la connivencia con carteles de la droga de empresarios, políticos, miembros policiales y militares. Ese remolino absorbió a los colombianos en los 80 y a los mexicanos en los 90. En Colombia (1989) un capo de la droga ordenó el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, ejecutado por un sicario con una ametralladora mientras discursaba desde una tarima. Otro candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio en México (1994), también asesinado en campaña; hasta la fecha se desconoce quién ordenó el crimen, aunque López Obrador ofreció reabrir el caso y dar con los culpables.

La experiencia acumulada con la utilización de los mismos mecanismos gastados para enfrentar el poder de las mafias nos vaticinan que nuestra inseguridad empeorará hasta que pidamos ayuda internacional para sanear las instituciones encargadas de proveernos la seguridad física a la que tenemos derecho. (O)