Hay seres que parecen contener la contradicción del universo. Los gatos son uno de ellos. Son el silencio y el ruido, el juego y la pausa, la sombra que se desliza entre las rendijas de la luz y los ojos que nos miran como luces en la noche oscura. Los amos de sus decisiones y la vulnerabilidad de la dependencia cuando necesitan de nosotros.
En ellos vive el ying y el yang, no como opuestos que se enfrentan, sino como una danza continua, un abrazo entre la calma y la intensidad, la quietud del sueño y el frenesí de la actividad.
Yin Yang llegó a nuestra vida como un susurro del destino. Acurrucada en la tumba de Miska, nuestra querida gatita fallecida cuatro días antes. Blanca y negra, como si el universo hubiera decidido pintar en su pelaje la dualidad de la existencia, pequeña, delgada, preñada, con esa mezcla de fragilidad y fortaleza que solo los gatos tienen.
Asustada por la perra que no aceptaba invasores, miraba todo con la quietud de quien ha aprendido a observar el mundo desde la intemperie. No maullaba ni ronroneaba, como si el lenguaje le hubiera sido negado por la dureza de la calle. Una semana después, en un rincón tibio de la casa, trajo al mundo cinco pequeños gatitos, entre ellos Max.
Pasó encerrada en el cuarto 45 días, tiempo suficiente para criar sus hijos y enseñarles cómo hacer frente a la vida. No se podía abrir la puerta por la amenaza de Cleo, nuestra golden mezclada con siberiana que no quería compartir espacios.
Un día a las seis de la mañana le dije ‘esto no puede seguir así’. No sé qué entendió, pero desapareció y volvió las seis de la tarde. Así durante otro mes más, todos los días con un horario imperturbable, hasta que sus gatitos fueron a diferentes dueños y Cleo aceptó su presencia. Entonces se quedó.
Yin Yang es la prueba viva de que los gatos no solo habitan nuestros espacios, sino que los transforman.
Con el tiempo dejó atrás su silencio. Ahora se escucha su voz tenue y, más sorprendente aún, aprendió a presionar el botón de la impresora de la casa. Le encanta ver salir las hojas. Es un acto tan simple, pero en su manera de hacerlo hay un aire de ceremonia, como si nos recordara que todo, incluso imprimir una hoja, puede ser un ritual de conexión.
Max, su hijo, heredó de ella esa mezcla de independencia y ternura. En su mirada se encuentra un universo entero: la indiferencia que juzga el bullicio humano y, al mismo tiempo, el amor que se desborda en un ronroneo tibio junto al pecho.
El poeta chileno Pablo Neruda lo dijo bien: los gatos no son esclavos ni amos; son esencia pura, habitantes de un mundo que solo ellos comprenden. “No hacen admirar su humildad, exigen nuestra admiración por su altivez”, escribió, y no podría ser más cierto. Yin Yang y Max son guardianes de sus propios misterios, dioses pequeños que no buscan adoradores, sino la contemplación silenciosa de quien entiende su arte.
Cada salto es un poema. Cada mirada, una pregunta sin respuesta. ¿Qué sueñan mientras sus patas tiemblan en un sueño profundo? Son el enigma que no necesita resolverse, porque en su incertidumbre radica su perfección. (O)