Amanece en Ginebra. Una leve llovizna, casi imperceptible, se disuelve en el aire. Es una suerte de íntimo contacto entre el clima y la piel de los transeúntes. Subimos al tranvía y entre las nubes aparecen destellos de un sol esquivo pero suficiente. A pocas cuadras de la estación está el cementerio Plainpalais. Hacia allá avanzamos. Es como un bosque. Los altos y anchos troncos de los árboles se entremezclan con lápidas de piedra o mármol. Poco a poco comprendo que quizá para él tenía todo el sentido del mundo que sus huesos reposaran en Suiza. Entre comarcas montañosas al filo de las lenguas francesa y alemana. Al sur, y tras los Alpes, la lengua de Dante. Entiendo que estamos cerca. Lo he logrado. Doce años después de Buenos Aires. En mi interior siento un mundo que se deforma, y que se apaga, en una pálida ceniza vaga.
Y ahí está, el último refugio de Jorge Luis Borges. ¿A cuál de los dos es a quien le ocurrió la muerte? Uno estaba destinado a perderse, era una fuga, consciente de que las páginas que escribió el otro ya no lo podrían salvar, porque lo bueno ya no es de nadie. Al otro lo conocí hace muchos años, cuando el profesor Álvaro Alemán inició su curso de literatura y cine de América Latina con el cuento Pierre Menard, autor del Quijote. Ahora yo también inicio todos mis cursos con un cuento de Borges. Con los años, se volvió mi amigo, una amistad como de abuelos y nietos. Mi abuelo que estaría tan contento y entendería esta visita a Plainpalais. Siento que Ginebra, en efecto, no sabe que es Ginebra. No tiene el énfasis iracundo de París, que sabe que es París. ¿A cuál de los dos Borges rindo este homenaje, en este trajinar de cementerios?
Su lápida de piedra, además de su nombre, contiene la frase: AND NE FORHTEDON NA. Es un verso en inglés antiguo. Significa: “Y que no temieran”. Sobre la frase hay un grabado en donde siete guerreros alzan sus espadas para luchar su última batalla. Los vikingos han llegado y son miles. Los guerreros de Byrhtnoth caminan hacia la muerte sin miedo, decididos a merecerla con honor y dignidad. Al ver la frase, el grabado, las fechas y una pequeña cruz celta, pienso en la importancia del final. En una carta a la Agencia EFE, el 6 de mayo de 1986, Borges declaró: “Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. (…) Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”.
Borges en dos dimensiones argentinas
A una corta distancia, está la tumba de Calvino. También la del escritor Robert Musil y de Sergio Vieira de Mello, el ex alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos que murió asesinado en el atentado del Hotel Canal, en Bagdad, en 2003. La tumba de Borges queda atrás. Me quedan las palabras. Seré feliz, me digo, no tendré remordimientos. Mis padres también me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire y el fuego. Celebro esta melancolía. Y las palabras. La pobre limosna que nos dejaron las horas y los siglos. (O)