Recorría uno de los barrios suburbanos más violentos ubicado en el norte de la ciudad, donde jueces y promotores de paz hacen un trabajo de tejido de convivencia subterráneo, eficaz y potente.
Observaba las múltiples rejas que limitaban las salidas y entradas de sus calles. En un espacio pequeño, donde confluían muchas calles, angostas y empinadas, cinco cerramientos de diferentes tamaños, con portones pequeños, medianos y grandes, se abrían dejando pasar moradores, llave en mano, que venían a comprar a una tienda cercana al lugar donde me encontraba. Un verdadero laberinto que parecían conocer muy bien. Todas negras, todas gruesas, unas redondas, otras rectangulares, muy juntas y difíciles de escalar. Había muchos niños. Me preguntaba cómo será crecer corriendo tras barrotes y también me inquietaba imaginarme qué harían si se produce un incendio o una emergencia que requiera alejarse velozmente. Sería imposible.
Los cerramientos aparecen como hongos después de la lluvia en muchos sectores de la ciudad. Los vecinos discuten, deciden, se ponen de acuerdo, discrepan, llegan a pelearse sobre la conveniencia o no de instalarlos. La dificultad en ponerse de acuerdo lleva en algunos lugares a situarlos desde la mitad de la calle; en otros no solo hay rejas, sino guardias sentados, cuidando la puerta y permitiendo el paso o no. Está el que tiene la llave de la puerta grande; es el vecino que disfruta de la confianza de todos, pero se fue de vacaciones y olvidó entregarla, y durante tres días los portones permanecieron cerrados con gente discutiendo de lado y lado.
Hay realidades que no siempre percibimos tras ese “enrejamiento” colectivo.
En no pocos lugares, la delimitación de esos espacios es también la frontera del territorio de alguna banda. Es territorio de un grupo donde los otros no pueden entrar. La presencia de niños en las esquinas haciendo de centinelas y vigías, que alertan quién viene y previenen a los jefes, es notoria y alarmante. Funciona como los pabellones penitenciarios. En su interior no hay enfrentamientos, porque están dominados por un solo grupo. A veces hay cárceles enteras dominadas bajo el poder de una sola banda; lo mismo sucede en algunos barrios donde no solo las rejas sino los muros interiores, rústicos, feos, altos, cumplen la función de control de posibles enemigos o pares, para cobrar vacunas o robar a los descuidados. Al ritmo que vamos, solo las grandes avenidas de la urbe estarán libres de cerramientos.
¿En qué estamos convirtiendo a Guayaquil? ¿Será motivo de visitas turísticas ver los diferentes cerramientos de la cárcel cosmopolita en que nos estamos transformando? ¿Una ciudad cárcel en la que sus ciudadanos voluntariamente se encierran, mientras los delincuentes andan sueltos? ¿Habrá concursos de rejas, colores, motivos, grosor? ¿Se utilizará la inteligencia artificial para determinar quién entra o no según el perímetro delimitado? ¿Podrán adornarse con plantas? ¿Quién las regará? ¿Pueden servir de muro de anuncios? ¿En lugar del palo ensebado se impondrá el juego de la reja ensebada? ¿Tendrán alarmas incorporadas?
Toda una industria posible a partir del miedo colectivo y la incapacidad de hacer frente a la violencia que nos habita. (O)