Un 13 de abril Daniel Noboa ganó la presidencia. Un 13 de abril fallecieron papá y Mario Vargas Llosa. Papá tenía entonces 93 años; Mario, 89.
Papá era un lector empedernido, tenía una biblioteca en su estudio, otra en casa, y había además una biblioteca familiar con enciclopedias, literatura clásica y ecuatoriana. Siendo adolescente, lo ayudaba a copiar referencias de libros a tarjetas color marfil para su archivo bibliográfico.
A la biblioteca de papá se accedía subiendo tres escalones, literal y simbólicamente. Ya de estudiante universitaria ascendía por estos y escogía un texto que luego devolvía con prisa al estante, porque a pesar del desorden de su escritorio –montaña de documentos y lápices– notaba muy bien si algo faltaba. Y fue en el barullo de esas letras que mi historia despertó a la existencia cuestionada.
El saber novelístico en Vargas Llosa
A Vargas Llosa, hombre “iluso, franco e hidalgo”, como lo llamaría su hijo Álvaro, lo conocería en los vértices de la carne y el espíritu del escritor: la vida estudiantil y sus castas, familia e intimidad, parejas y erotismo, humor y crítica, moral y cultura, poder e historia, política y dogmas, ideas y libertad, utopía y realidad.
Los jefes y Los cachorros fueron mis primeras lecturas. Seguiría con La ciudad y los perros, libro prohibido en la dictadura de M. A. Odría en Perú, que casi me lleva a un cuartel en Buenos Aires en tiempos del general Videla, cuando un agente lo descubrió en mi bolso. Ya no me alejaría de ese Mario apasionado.
En Conversación en la Catedral me interrogaría con Zavalita, “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, pregunta que también abordaría en Te dedico mi silencio: “¿En qué momento el país se había fracturado y roto por completo?”.
Quedaría estremecida con las atrocidades del dictador Trujillo en La fiesta del chivo y descubriría escamoteos de las artes amorosas en La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, Travesuras de la niña mala, La tía Julia y el escribidor.
Con La guerra del fin del mundo sabría más del fanatismo religioso y El pez en el agua me revelaría a un niño aturdido al saber que su padre vivía: “Ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa (…) Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto”.
El paraíso en la otra esquina me develaría secretos de la feminista Flora Tristán, más allá de Peregrinaciones de una paria; de su nieto, el pintor P. Gauguin; y de su relación con mi familia política.
Pasarían unos años hasta reencontrarlo en Tiempos recios, cuando vuelve a las conspiraciones de las dictaduras latinoamericanas, y Le dedico mi silencio, obra en compás de vals y utopía de hermandad: “La huachafería y el vals criollo, dos fenómenos indisolubles, eran los grandes aportes peruanos a la cultura universal”.
En un video grabado en 2022, Mario y sus hijos visitan Puerto Eten, cuna de Lalo Molfino, el misterioso guitarrista de vals en la última novela. Ahí encuentra intactos los basurales y comenta que siempre ha tenido fobia a las ratas: “Es una prioridad moral acabar con estos bichos”, escribiría. Yo lo entiendo en todos sus sentidos. (O)