Bakunin desde el anarquismo, Lenin y Trotsky desde el comunismo proletario, Castro y Guevara desde el marxismo tropicalizado y los miles de jóvenes que se fueron al monte para “morir entre pájaros y árboles” (según el poeta peruano) nunca buscaron amparo en las leyes de la democracia. A esta la satanizaban como burguesa y luchaban contra ella en un combate de vida o muerte, tanto en el sentido figurado como en el literal. Fueron los largos años de la izquierda heroica, aquella que no daba ni pedía cuartel, porque su objetivo de acabar con el orden establecido y destruir el capitalismo exigía eliminar la propiedad privada y, si era necesario –como generalmente ocurría–, llevarse con ella a los propietarios. Pedir amparo habría equivalido a reconocer la legalidad y la legitimidad del orden que buscaban abatir. “Me detuvo en nombre de la ley, le disparé en nombre de la libertad” fue el argumento con el que un revolucionario francés sintetizó esa posición.

“La tolerancia solo es real cuando es mutua”, respondía el filósofo polaco Leszek Kolakovski.

Pero, aunque la llegada de la llamada tercera ola de democratización y la caída del Muro de Berlín demostraron la inviabilidad del modelo de sociedad por el que luchaban y a pesar de que sus principales referentes colapsaron, no cejaron en su empeño. Descubrieron que debían adaptarse a la nueva situación, ampararse en los derechos y garantías que les ofrece la sociedad a la que aborrecen. Concluyeron que, sin dejar de pregonar en contra del orden jurídico propio del Estado de derecho, pueden beneficiarse mientras luchan por demolerlo. Es lo que estamos viendo en este momento, cuando un individuo que suscribe un texto en el que declara abiertamente su voluntad de instaurar un régimen totalitario se protege con las leyes del orden democrático.

Esta contradicción –que podría considerarse como una visión esquizoide si no estuviera detrás una estrategia cuidadosamente diseñada– plantea un desafío muy complejo para la democracia. Específicamente, pone en cuestión los límites de la tolerancia. Si un régimen abierto y basado en el Estado de derecho debe tolerar a los intolerantes es la pregunta que se hacen estudiosos y políticos frente a esta conducta. “La tolerancia solo es real cuando es mutua”, respondía el filósofo polaco Leszek Kolakovski. Pero esa respuesta puede convertirse en una trampa para el orden que se intenta proteger, porque puede llevar a la negación de sus propios principios. Para evitar caer en ella, cabe mirar hacia los instrumentos que tiene el Estado de derecho para protegerse y que se resumen en su condición de detentor del monopolio del uso legítimo de la fuerza. Esta última es entendida en su sentido jurídico como la aplicación de la ley, pero también en su sentido físico, como la respuesta proporcional a la acción violenta.

La violencia de los intolerantes es el pretexto ideal para las respuestas autoritarias, aquellas que afloraron en los últimos días de junio. Los llamados al enfrentamiento abonan las condiciones que ellos requieren para fortalecerse. Frente a eso, el temor a posibles acusaciones limita la acción de las fuerzas encargadas de controlar los actos violentos y la pusilanimidad de la justicia socava los cimientos del Estado de derecho. Si eso prospera, los intolerantes podrán gritar más fuerte su patria-o-muerte, siempre que la muerte sea de los otros. (O)