No conozco a nadie que se atreva a afirmar que no ha sido influenciado por otras personas. Desde que nacemos y a medida que nos vamos desarrollando, elaboramos nuestra estructura personal con los aportes de los demás. Parte de los otros habita en nosotros por siempre; ellos manifiestan sus destellos a través de nuestro comportamiento, actitudes, sentimientos, opiniones y proyecciones.
He meditado en esto cuando estamos celebrando la Navidad –cuyo espíritu se ha tornado global, traspasando la celebración cristiana– y la llegada de un nuevo año, que nos pone en modo gentil, deseando paz, felicidad y prosperidad para nosotros, para los nuestros y para los demás.
Lo que somos ahora y lo que hemos sido lleva la impronta de los otros, de manera positiva o negativa, de las personas que amamos, y de aquellos que no soportamos; todos nos dejan de alguna manera su influencia. De esa noción puede que haya surgido el refrán “Dime con quién andas y te diré quién eres”, con el que nos martillaban en casa para evitarnos ‘malas influencias’.
Esta época hace resaltar la bondad de las personas, se esmeran por obsequiar de manera tangible o virtual, hace que aflore la esperanza por tiempos mejores, que abunden los buenos deseos hacia los otros. Incluso hay quienes dedican tiempo y recursos para dar caridad, acordándose de los olvidados de todos los días.
Entre esos olvidados están los familiares de los fallecidos en entornos violentos, los que necesitan de un trabajo para no mendigar o dormir en la calle con su familia, los que cayeron en la dependencia de la droga o de la delincuencia y una larga lista de situaciones desesperantes que solo se arreglarán con acciones concretas y sostenidas.
Sin embargo, lo que somos y lo que fuimos, sumados a nuevas interacciones, propósitos o dejadez, nos conduce a lo que seremos mañana y después.
Cabe cuestionarnos sobre la influencia que representamos para los demás, en especial para quienes nos importan en gran medida: hermanos, hijos, sobrinos, nietos, etcétera. Nuestro discurso y acciones, aquello a lo que le conferimos importancia, constituye lo que somos, y es la huella que dejamos en los otros.
Si nos incomoda el entorno, recapacitemos en qué haría falta para modificar los comportamientos que atentan contra la armonía familiar y social.
Podríamos aspirar a incorporar la búsqueda de lo bello en lo que hacemos a diario, a darle más importancia. La educación en general prescinde de esto y por eso no somos en general afectos a tener el cuidado de buscar lo bello y armonioso en lo que hacemos; en los oficios y en las profesiones nos conformamos con lo funcional, y a veces ni eso, como resultado triunfa el descuido. Un ejemplo son las calles y aceras, las fachadas en la ciudad...
Si le parece bien, apreciado lector, propongámonos influir de manera positiva en los demás. Rebelémonos ante lo grotesco y busquemos la belleza como algo necesario, armonioso, que nos dé la sensación de placer a través de cumplir cierto orden.
Pasemos de los buenos deseos a la acción en el esperanzador 2022. (O)