“La vida es lo que está allá afuera”, dijo alguna vez alguien de mi contorno, como si el hogar fuera prescindible, como si la meta de muchos no estuviera en conseguir el techo que cubra, de manera definitiva, el crecimiento de una familia, como si la suite o espacio pequeño no representara la seguridad del solitario. La vida que se desarrolla fuera de hueco protector de cada uno plantea algunos engaños.
Mirándola desde un país como el nuestro, la vida exterior no está en su mejor momento. Mientras por un lado, las instituciones, empresas o negocios que ofrecen “algo” apetecible para el ciudadano levantan las voces del gozo que produce determinado consumo, parecería que no poseemos las cualidades de un público educado (no sabemos hacer filas, los celulares suenan en la oscuridad, no dejamos la basura en los recipientes adecuados), ni siquiera nos informamos cabalmente por lo que vale la pena ser consumido.
En materia de circulación, el tránsito en Guayaquil es un desastre. Las leyes al respecto no existen para la mayoría de los conductores, ni se diga para los que conducen motocicletas o vehículos menores, empecinados en infringir todas las que, teóricamente, protegen sus vidas. Esas herramientas de la velocidad, de las entregas a domicilio y los envíos interprovinciales, son al mismo tiempo, el trasporte favorito de los delincuentes, con gente capaz de arrebatar un teléfono de la mano de un paseante de manera casi imperceptible, así como de asesinar de la forma más directa a una víctima.
Cuando la rabia cierra la salida
En todo caso, salir a realizar cualquier acción –sea laboral, por razones de salud, atención a necesidades– supone aceptar que asumimos un riesgo. Y que, por tanto, la ciudad que era nuestra, tan nuestra que la historia de cada persona está escrita en direcciones precisas de barrios y calles, ya no lo es, porque el cuidado obstaculiza la mirada exploradora; porque los que pueden, blindan sus vehículos; porque para tomar un taxi hay que contar con choferes y servicios conocidos para evitar los malditos atracos exprés, porque el común de los mortales da vueltas en torno de sus propias puertas para ingresar cuando nadie se mueva delante de ellas.
Cuando pienso en estas realidades, festejo la seguridad del hogar y me dejo llevar por la sensación de tranquilidad que pueden brindar las cuatro paredes. Pero pronto caigo en que no está bien sentir así porque la placidez no puede pagarse con el precio de la libertad, la de moverse donde uno quiera y que está asegurada por la Constitución. O con la pasiva elección de otro barrio “más seguro”. Varias veces me he referido a la raigambre que tengo en el barrio del Astillero y en el sector sur de la ciudad, con la vivencia de encontrar lo que necesito simplemente caminando. Pero ya me dijeron que han visto a gente sospechosa tomando fotos de las villas, una por una. ¿Debo prepararme para caer en el círculo de fuego de la delincuencia?
¿Fragmentados o pura viveza criolla?
Todo esto viene a mi cabeza, cómodamente repantigada en un sillón, respirando la satisfacción del deber cumplido, de haber conocido a nuevos protagonistas del mundo literario y saludado a los amigos. Y dispuesta a salir, otra vez, porque la vida se equilibra adentro y afuera de nuestros refugios, porque la ciudad debería aportarnos la confortabilidad de la cuna, por algo la llamamos madre. (O)