Ecuador es el mejor ejemplo de la reformitis. Hay suficiente evidencia para subir al podio en primer lugar en América Latina, debido al número de cambios, remiendos y parches que hemos realizado a los cuerpos legales, pese a que en algún momento cierta agrupación política ‘revolucionaria’ juró que la última Constitución duraría 300 años, pero en pocos meses fue alterada, ultrajada y manoseada por sus progenitores. Precisamente, por estas experiencias las reformas no tienen continuidad y, peor aún, consistencia. En otras palabras, todo cambia para que nada cambie. En definitiva, nos encanta redactar constituciones, inventar normas, mejorar (entre comillas) las que tenemos, eliminar las que no nos gusta y descalificar sin sustento. Así nos hemos pasado desde 1830. Para muestra un botón: las transformaciones a la ley electoral son el mejor ejemplo a un año del sufragio para las elecciones generales.

¿Qué justifica, entonces, y actualmente, una nueva reforma? ¿Qué tipo de reforma se impulsa y en qué contexto: profunda, media o mínima? ¿Quiénes deben impulsar la reforma, validarla e implementarla? ¿Con qué recursos económicos, talentos e infraestructura se dispone para esta empresa? ¿Cuáles serían los posibles escenarios y sus efectos en términos de legitimidad social, cultura política, gobernabilidad, eficiencia? A estas preguntas, y en sintonía con el malestar generalizado de la población, también cabría preguntarse: ¿qué podría diferenciar una nueva iniciativa de las anteriores y cómo sacarla adelante? ¿La propuesta de reforma debe provenir del Ejecutivo, de la Asamblea o de la ciudadanía? Pese a que hemos vivido de las reformitis, sin embargo, el escenario no es sencillo.

La primera respuesta a todas estas preguntas debería girar alrededor de cómo una nueva reforma mejoraría la calidad de vida de la población. Por ejemplo, si hemos observado que el mecanismo de elección de las autoridades de control y el sistema de justicia ha recrudecido la descomposición institucional y avivado más la corrupción, entonces necesitamos unos procedimientos y sistemas diferentes y, sobre todo, nuevas personas al frente. Con esto quiero decir que no tienen ningún efecto nuevas leyes mientras los corruptos lleguen al poder y hagan de las leyes papel higiénico. En ese sentido, la sociedad debería impulsar la participación de los mejores junto con un equipo que les respalde en términos de ética, técnica y servicio, si no el sistema les engulle.

Si la sociedad es la que goza de la mayor credibilidad y aceptación, entonces desde ahí se debería impulsar una reforma a diferencia de todos los procesos de siempre. La reserva ética está en la población y no en los partidos ni en las funciones del Estado. Sin embargo, eso no quiere decir que el Ejecutivo o la Asamblea no pueden redimirse y hacer de las propuestas ciudadanas su plan de ruta: crear condiciones para que haya verdaderos partidos, justicia eficiente, nombramiento de autoridades sin clientelismo y asistencialismo, garantizar transparencia y eficiencia en el manejo de los recursos de la seguridad social, resarcir los daños a la educación y combatir la desnutrición crónica infantil. (O)