A finales del siglo pasado se gritaba que se vayan todos, en alusión a los políticos y sobre todo a los partidos. El grito callejero se fue haciendo realidad en sucesivas elecciones. Entre 1998 y 2002 los cuatro partidos que habían configurado un sistema relativamente estable perdieron más de veinte puntos porcentuales de su votación. Entre 2002 y 2006 perdieron otros treinta puntos. El sistema de partidos se había desintegrado, sin que pudiera recuperarse a partir de las agrupaciones que surgieron de la mano de dos individuos carentes de una visión sobre los temas fundamentales del país. El escenario quedó disponible para que llegara a la presidencia el líder antipartido que mandaría a hacer una constitución a su medida y que gobernaría a sus anchas durante un decenio. De ahí en adelante, la disputa se desarrolló fundamentalmente entre individuos cuya carta de presentación era su aversión a la política amparados bajo membretes de organizaciones inexistentes.
Siguiendo esa dirección, ahora se nos convoca a eliminar definitivamente a los partidos. La aprobación casi segura de dos preguntas de la consulta convocada para el 16 de noviembre será la lápida simbólica de la tumba colectiva. El golpe más directo será la eliminación del financiamiento estatal destinado a solventar los costos que demanda la operación de los partidos. Como cualquier organización, un partido requiere contar con un local en un número apreciable de provincias, necesita personal administrativo, debe cubrir las planillas de electricidad, agua, internet y otros servicios, así como los costos de transporte, divulgación, materiales y varios rubros adicionales. Sin el recurso estatal, las organizaciones políticas deberán buscar el dinero en fuentes privadas, en las que, por razones ideológicas, unas tendrán grandes portones abiertos, mientras a otras se les cerrarán incluso las ventanas. Eso significará el fin de una mínima igualdad en la línea de partida. Además, siempre estará disponible el dinero sucio, que conoce perfectamente las ventajas que proporciona el padrinazgo político. En lugar de proponer la aplicación de controles rigurosos, se tirará el agua con el niño adentro.
El otro golpe es el que vendrá con la convocatoria a una asamblea constituyente. Para comenzar, la disputa política no está planteada en torno a propuestas claras de ordenamiento del Estado, tampoco es una contienda entre organizaciones políticas consolidadas y portadoras de ideologías claras. Es un enfrentamiento de liderazgos personales que en muchos aspectos se parecen bastante. A esto se añaden las restricciones a la representación de la diversidad nacional que se producirá debido al reducido número de asambleístas que se elegirán en la mayoría de las provincias. En once provincias se elegirá un solo representante y en doce apenas dos. En caso de que en las provincias grandes se aplique la votación por distritos, como es actualmente, tampoco en ellas habrá proporcionalidad. Únicamente en el distrito nacional (en que se elegirán diez) podrá haber una representación plural y será el único espacio en que funcionará la tan mentada fórmula D´Hondt (con su pronunciación Dont, no De Jont). Ciertamente, hay la posibilidad de que muchas organizaciones provinciales aprovechen estas disposiciones para obtener puestos, lo que incrementará aún más la falta de representatividad y facilitará enormemente la compraventa de votos.
Una máxima sostiene que sin partidos no hay democracia. Nuestro país da testimonio de esta. (O)











