Las personas podemos movernos por el planeta y establecer residencia en la parte del mundo que elijamos, esta posibilidad es un derivado necesario del gran derecho que es la libertad. Quienes restringen más severamente la libre movilidad, no son Trump ni Schengen, sino Gobiernos como los de Corea del Norte o Cuba, que no permiten que sus ciudadanos salgan y limitan rigurosamente la entrada de extranjeros. Pero, los clásicos defensores de los derechos humanos no se indignan por esta situación, como sí lo hacen cuando Estados Unidos o algún país europeo limita de alguna manera el ingreso de foráneos. Sería ideal un mundo en el que podamos entrar y salir de cualquier zona o región. Desgraciadamente, no está el aceite para huevos fritos. La política es un arte de realidades, cuando se debe enfrentar a potencias enemigas de los principios occidentales, como son las comunistas, las teocráticas y las autoritarias, sería iluso, hipócrita, contraproducente e irresponsable abrir indiscriminadamente las fronteras. Incluso se puede pensar que los filtros existentes son insuficientes y distorsionados.
La civilización occidental ha creado las sociedades más prósperas de la Tierra, que al mismo tiempo son las más libres y equitativas que han existido, incluso en este tema de la migración. Pero, los llamados “Estados de bienestar”, tal y como están diseñados, constituyen una trampa mortífera para los países en los que se han implantado. Son sistemas basados en la “solidaridad intergeneracional”, es decir, las nuevas generaciones tienen que mantener a las que se jubilaron, mientras simultáneamente tienen que compartir sus ingresos para “redistribuir de la riqueza”. Son piramidaciones inviables, que solo se sostienen con una expansión permanente de la población. Esto no se está dando... afortunadamente.
Aranceles, métodos de presión política
La ciencia moderna proporciona a los individuos métodos cómodos y eficaces de control de su poder reproductivo. También ha disminuido drásticamente la mortalidad materna e infantil. Así, sin dejar de disfrutar del gozo de la sexualidad, podemos realizarnos en la paternidad responsable, con pocos hijos, cuyas expectativas de llegar a adultos son extraordinariamente altas. Pero esto conspira contra el crecimiento demográfico indefinido que requieren los Estados de bienestar. Entonces recurren a los países del Tercer Mundo, que han logrado limitar la mortalidad infantil, pero no la natalidad. Tampoco han conseguido la prosperidad, atenazados por culturas supersticiosas y regímenes tiránicos de corte socialista. No les queda más que “exportar gente”, para recibir divisas con las remesas que envían los emigrados, aceptados de mala gana en las naciones desarrolladas. Estas, si con honestidad quieren cortar este flujo, deben desmontar sus sistemas “solidarios” de previsión, sustituyéndolos por estructuras de ahorro individuales, que pueden funcionar con poblaciones estables. Al mismo tiempo, en lugar de la actual ayuda asistencialista a los subdesarrollados, sería más útil promover en ellos la democracia y el capitalismo, las únicas formas de organización que pueden llevarlos al progreso socioeconómico y a la mejora efectiva de su calidad de vida. (O)