Cuando redactaron los artículos de la Constitución que ponen al Gobierno y a la Asamblea en una carrera para eliminar el uno al otro, los entusiastas refundadores de Montecristi se inspiraron en la vieja poesía que aludía a morir matando y matar muriendo. Se podría suponer que fue producto de la novelería que les caracterizó y que los llevó a aceptar las barbaridades que traían unos asesores españoles que, dicho sea de paso, nunca habrían podido proponer algo así en su país. Además de esa ingenuidad, es indudable que la introducción de esas disposiciones era una manera de proteger a quien para ese momento ya se había constituido en el líder inapelable que debía gobernar por décadas. En aquellos tiempos, cuando se les hizo notar el riesgo que entrañaba, especialmente cuando llegaran los malos de espíritu a la presidencia, respondieron que eran disposiciones que estaban ahí para no ser utilizadas. Es decir, una amenaza.
Pero, en la política como en la guerra llega un momento en que las amenazas deben cumplirse. Este llegó la semana pasada, cuando el presidente decidió disolver la peor Asamblea de los casi cuarenta y cuatro años de democracia y, de esa manera, puso fin a la incertidumbre de los últimos meses. Sin embargo, como estaba previsto desde que se introdujo esa disposición en la Constitución, su aplicación abrió otro período tan incierto como el anterior. En efecto, no puede considerarse como algo normal que un gobernante deba permanecer en el cargo por un período indefinido (¿cuatro, seis, ocho meses?), mientras se realizan unas elecciones generales únicamente para la conclusión de los respectivos mandatos. Con un poco de visión, por lo menos pudieron haber previsto la posibilidad de un escenario como el actual. Lo menos que hubieran podido hacer en ese caso habría sido establecer la conclusión definitiva de los períodos del Legislativo y el Ejecutivo, y que las elecciones sean para un nuevo mandato de cuatro años.
De la manera en que está establecido, la agenda gubernamental se descuadra, los actores políticos deben preparar sus cuadros y sus estrategias al apuro, los agentes económicos internos y externos se paralizan y la ciudadanía pierde todas las referencias de mediano plazo. No importa cuál hubiera sido el gobierno encargado de aplicar la medida (o que se viera obligado a aplicarla, como es el caso actual), el problema no radica ahí, sino en el diseño institucional. Los refundadores van a comprobar que, si su invento sirvió para refundar algo, ese algo es la inestabilidad.
Efectivamente, entramos a una coyuntura incierta, en la que el Gobierno está obligado a aplastar el acelerador a fondo para cumplir medianamente con su programa o con sus metas más inmediatas, mientras los demás actores sopesan la conveniencia de participar en esta elección o guardarse para la que deberá realizarse dentro de dos años. Es la expresión más acabada de la política inmediatista, del imperio del cortísimo plazo, en fin, de la improvisación. Todo lo que suceda en estos meses estará sujeto a los parámetros electorales de una contienda que, en estricto sentido, es apenas el calentamiento para la siguiente. Todo ello no se puede achacar a la decisión del Gobierno, ni siquiera a la arremetida de la Asamblea. Es el precio de la mediocridad refundadora. (O)