Se dice que fue san Agustín el primero que intuyó que el tiempo era otra dimensión, análoga a las dimensiones espaciales de largo, ancho y profundidad. Según otros, previamente Aristóteles y Parménides tuvieron atisbos de esta relación. En todo caso, el santo obispo de Hipona tiene en su libro La ciudad de Dios algunos párrafos en los que deja claro que piensa que el tiempo es una realidad de la misma categoría que el espacio, “no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos espacios de lugares”. Sí, el tiempo es una dimensión, es una distancia, una empinada pendiente que recorremos. Vivir no es más que el severo esfuerzo con el que tratamos de evitar caer en los atroces abismos del pasado, de los que nunca se vuelve, intentando llegar al esquivo futuro, que siempre escapa de nosotros, como esos espejismos de agua a los que jamás llegaremos.
Lo más triste de esta fuga es que, por mucho que nos agitemos, será siempre una carrera perdida. Más pronto que tarde, todos resbalaremos en la sima que el pasado abre detrás de nuestros pies. No hay fórmula que nos parezca mala para tratar de evitar este atroz destino inevitable. La más tosca de las recetas para evadir la muerte, porque de esto se trata, es prolongar la vida al máximo posible. La ciencia y la magia apuestan a este método. La primera ha conseguido muchos más logros que la segunda y en el mundo contemporáneo la expectativa de vida prácticamente se ha duplicado. Mucho si lo comparamos con la edad de las cavernas, ridículamente poco si los medimos con la infinita duración del tiempo.
Hace unos meses vi un video de una repulsiva conversación entre los mayores autócratas de nuestra época, Vladimir Putin y Xi Jinping, en la que presumieron que, gracias a un enorme esfuerzo científico y técnico de sus países, podían llegar a vivir alrededor de un siglo y medio. Terrible suerte la de sus pueblos y de los numerosos pueblos que están sometidos a sus égidas totalitarias, que han de trabajar y sudar para mantener con vida a grotescas momias vivientes. Hemos vuelto, pues, al antiguo Egipto, en donde multitudes esclavizadas o seducidas debían deslomarse para momificar a los miembros de las élites y garantizar así que puedan llegar al paraíso. Solo los faraones y sus familias, los altos sacerdotes y los principales burócratas tenían derecho a reposar en majestuosas tumbas mientras sus almas viajaban al mundo de los muertos.
El más extendido de los procedimientos para salvar los tétricos precipicios del tiempo es la fe. Esa promesa de que una adecuada travesía por esta oscura cordillera de lágrimas nos permitirá llegar a un lugar de luz, al que arribaremos después del brutal tropiezo de la muerte. No asombra que sea la creencia mayoritaria de la humanidad, a la que varias religiones le han convencido de que conocen cuál es el camino, la verdad y la vida. Es muy consoladora, con la ventaja de que no exige ser un monarca, un pontífice o un magnate para alcanzar las promesas de los mensajeros de la divinidad. Desgraciadamente ofrece muy pocas certezas, vagas luces que vemos aparecer y desaparecer en las tinieblas del espacio-tiempo en que vivimos. (O)














