“Entre el cáncer y el sida”. Al conocer el resultado de la primera vuelta presidencial, en Colombia sonó aquella frase pesimista que se viene repitiendo en América Latina desde hace más de veinte años. Es la muletilla a la que se recurre cuando ambos candidatos cargan con mayores índices de rechazo que de aprobación y provocan más temores que esperanzas. En esas situaciones, los electores deben optar por el mal menor (tremendamente difícil de determinar) o refugiarse en el ausentismo permitido por el voto facultativo. La decisión se presenta más compleja cuando se considera que el problema expresado en las urnas tiene raíces profundas en la historia colombiana y que la viabilidad del próximo gobierno estará determinada por asuntos mucho más trascendentes que los rasgos personales del triunfador.

Entre los muchos factores históricos que contribuyeron a configurar la situación actual cabe destacar dos. En primer lugar, la condición de Colombia como uno de los cinco países latinoamericanos con mayor desigualdad económica. El crecimiento sostenido a lo largo de varias décadas no se tradujo en el cierre de las brechas y de las exclusiones. En segundo lugar, hay que considerar el más que centenario predominio de los dos partidos tradicionales (Liberal y Conservador), expresión de una política elitista-clientelar poco permeable a los cambios y a nuevas opciones. La apertura que antecedió a la Constituyente de 1991 tuvo fecha de caducidad muy temprana y rápidamente se volvió al viejo establecimiento.

El problema central es la combinación explosiva de tres tipos de exclusión: económica, social y política. Buena parte de los conflictos propios de cualquier sociedad dejaron de procesarse en los ámbitos institucionales para pasar ni siquiera al de la informalidad, como en muchos países, sino al de la violencia. La presencia de las guerrillas más longevas del mundo y su vinculación con las mafias del narcotráfico (con su economía paralela y penetradora), así como la ausencia del Estado en vastos territorios, fueron las expresiones dramáticas de la incapacidad del sistema político para incorporar al conjunto de la población.

Solo después de superar los escollos colocados por el uribismo a los acuerdos de paz comenzaron a aparecer pequeños cambios en esa situación. Uno de esos fue el aparecimiento de fuerzas de izquierda moderada en el escenario institucional. Entrampadas en disputas internas e incapaces de demostrar su distancia con los grupos violentos y delincuenciales, las izquierdas no contaron para nada en la vida política. Por ello, la candidatura de Petro produce sorpresa y temor. Tanta sorpresa y temor como su contendiente que busca entrar en el sistema con un populismo sin brújula.

Un triunfo de Petro podría marcar el fortalecimiento del camino abierto con los acuerdos de paz. Eso sí, siempre y cuando abandone los sueños utópicos, se desprenda de los amigos incómodos y, sobre todo, comprenda su responsabilidad. Por su parte, un Hernández triunfante podría ser fácilmente cooptado por los círculos más cerrados, que buscarían volver atrás en el camino a la incorporación de los sectores excluidos y restaurar el establecimiento. Dos palabras (que no son cáncer y sida) resumen el dilema colombiano: inclusión y confianza. Es imperativo incluir social, económica y políticamente a la población para dotarle de confianza a un sistema que nunca la ha tenido. (O)