El reportaje publicado por The New York Times bajo el título “Más militares en Ecuador no va a solucionar el problema de la violencia” intenta ofrecer una explicación contundente sobre la crisis de seguridad ecuatoriana. Sin embargo, lo que presenta es una lectura incompleta y metodológicamente frágil de un fenómeno que exige mayor rigor y menos atajos ideológicos. La tesis de la autora del reportaje es clara: la presencia militar —nacional o extranjera— no solo sería ineficaz, sino un detonante adicional para la violencia. El problema es que esa afirmación no coincide con la realidad histórica ni con la evidencia empírica.
La violencia en Ecuador no la empezaron los militares. Afirmar lo contrario distorsiona el orden de los hechos. Desde 2019, el país entró en un proceso acelerado de disputa entre bandas criminales (GODs) por la reconfiguración del narcotráfico regional tras la desmovilización de las FARC en Colombia. Los homicidios crecieron antes de que un solo soldado fuera desplegado y cuando los recintos penitenciarios ya habían sido capturados por pandillas que operaban con poder de fuego y recursos inéditos. La militarización no creó el fenómeno; fue la respuesta tardía ante un Estado que había perdido territorios, cárceles, puertos y barrios enteros.
El relato de The New York Times se apoya en testimonios recogidos en zonas vulnerables, pero ignora contrapuntos esenciales. Se mencionan represalias criminales posteriores a los operativos militares, pero no se reconoce que estas pandillas actúan con autonomía y brutalidad, incluso sin presencia estatal. Se menciona corrupción policial y militar, pero solo como “percepciones” de vecinos, sin indicar nombres, casos o investigaciones. El resultado es un diagnóstico que atribuye a la respuesta —y no a los agresores— el origen de la violencia, invirtiendo peligrosamente la lógica del conflicto.
El reportaje también olvida un elemento crucial: sin apoyo militar, la Policía ecuatoriana carece de capacidad real para enfrentar grupos que operan con fusiles calibre 50, explosivos, drones y logística transnacional. En varios sectores del Litoral, la presencia de las Fuerzas Armadas permitió reducir temporalmente secuestros, extorsiones y homicidios. Esa dimensión nunca aparece en The New York Times. Tampoco se menciona que el control penitenciario —hoy parcialmente recuperado— no habría sido posible sin intervención militar.
Es cierto que la militarización no es una solución estructural. No lo ha sido en México, Brasil ni Honduras. Pero también es cierto que la ausencia de fuerza en contextos donde el Estado ha sido desbordado, es una vía rápida al colapso institucional. El dilema no es “militares sí o militares no”, sino qué tipo de intervención, con qué controles, con qué estrategia de inteligencia, con qué reformas judiciales y con qué cooperación internacional.
Ecuador no puede resolver una crisis compleja con explicaciones simples. La violencia no es un fenómeno sociológico aislado; es el resultado de un sistema transnacional que utiliza nuestros puertos, nuestras cárceles y nuestra geografía para sostener una economía global criminal. Ignorarlo es tan ingenuo como creer que la fuerza por sí sola bastará.
Necesitamos integración, no polarización. Fuerza, sí, pero también inteligencia, depuración institucional, política social y cooperación internacional efectiva. Lo que Ecuador no necesita es que su drama se reduzca a una narrativa maniquea que, aunque bien intencionada, no refleja la magnitud del desafío. (O)











