El ateísmo fuerte y trágico del siglo XIX explicaba el sinsentido del destino humano con un “método científico”. Ese materialismo de acero y fuego se fue disolviendo en una hojalatería endeble y una pirotecnia vacua, que pretende demostrar la inexistencia de una entidad distinta de la materia, en la realidad del mal. “Si hay Dios no debería permitir la existencia del mal”, como si Dios fuese una versión religiosa de Papá Noel, obligado por su bondad infinita a cargar un fardo de juguetes que reparte entusiasta por todo el mundo. Nótese la similitud de esta versión buenista del Papito Dios providente con la de los ídolos de los pueblos primitivos, a veces trasmutados en imágenes de religiones medievales. Como Dios no nos ha traído muñeca o carrito, nos unimos a la alegre caravana de ateos light posmodernos, que se adentran entusiastas en el siglo XXI dispuestos a refocilarse en la autocompasión.
¿Cómo va a ver Dios si hay terremotos y epidemias?, dicen. Bueno, los daños que ocasionan estas catástrofes están calculados en los códigos de la naturaleza, un orden que no podemos cambiar. Todos los días hay millones de terremotos en todas las cordilleras del universo, a cada momento se desatan huracanes en todas las costas de la galaxia. ¿Un Dios así es inconmensurablemente malo, que se entretiene haciendo maldades hasta donde no hay gente o es bastante bueno porque permite que solo una decena de estos eventos por año caigan en el planeta que habitamos los quejosos animales racionales? Lectura absurda y cuentera.
El mal es aquello que causa daño a alguien, sin estar legitimado en el orden de la naturaleza. La única entidad capaz de actuar por fuera de lo natural es el ser humano. Mediante actos voluntarios introduce cambios en la realidad que no estaban exigidos por las leyes de la materia. El mal requiere de la mala fe, quien actúa mal, el malo, tiene fe, confía en que su acción dañará a otro. Es por tanto intencional y previsto. Es distinto del error, que puede causar daño sin que esa haya sido la intención del actor. Es producto de la ignorancia, pero si se reitera en él, tras conocerse sus efectos, se convierte en acto de mala fe.
El ser humano es libre porque puede ser malo. Los animales nunca son malos, simplemente son, todo lo que hacen está encaminado a su supervivencia como individuos o como especie, por instinto. No pueden elegir no vivir. Las personas podemos tomar decisiones, entre ellas las que dañan a otras personas, pero no tenemos obligación para hacerlas, porque tenemos razón y conciencia para discernir si actuamos con buena o mala fe. Todo acto humano es imputable, somos responsables, porque nada nos obligó a hacerlo y pudimos usar rectamente conciencia, razón y voluntad para evitarlo. La existencia de este dispositivo de facultades superiores no se parece a nada en la naturaleza. Es ontológicamente distinto de la materia sometida a leyes inmutables. Lo lógico es pensar que esto distinto, que podemos considerar la manifestación del espíritu humano, que trasciende a la materia, proviene de una fuente similar que no me atrevo a describir y que pueden denominar como más se acomode a su entorno y valores. (O)