Veo por televisión y redes los homenajes que se hacen en estos días al fallecido expresidente Alberto Fujimori y vuelve a mi memoria la cantidad de veces que estuve a pocos metros, en el mismo salón, con él, antes y durante los álgidos tiempos de la guerra del Cenepa y su posterior proceso de firma de la paz, que tomó más de tres años.

Recuerdo la primera vez que lo vi en persona, diciembre de 1992. Llegaba a bordo de un yate –tremendamente resguardado– a Bahía de Caráquez, atendiendo una invitación amistosa de quien trataba de ser su amigo y luego debió enfrentarlo con fusiles y diplomacia, Sixto Durán-Ballén. El anciano presidente había invitado a su colega peruano, de origen japonés, a visitar su santuario manabita en señal de voluntad y superar la desconfianza mutua. Poco rédito quedó de esa amistosa situación.

Volví a verlo en Miami, 1994, casualmente diciembre también, en el marco de la primera Cumbre de las Américas que tuvo a Bill Clinton como anfitrión. En un hotel de lujo donde se hospedaba, se había habilitado un salón junto a su habitación, para que atendiese a la prensa, ávida de tener detalles de sus acciones, algunas muy controversiales, contra la insurgencia de Sendero Luminoso y de sus planes de primera reelección. Recuerdo que, de pronto, se abrió la puerta y apareció el “chino”, como le decían en Perú, sin zapatos y sin corbata, para sentarse cómodamente frente a las cámaras. Hasta ahí la alegoría.

Apenas semanas después de eso, Fujimori era quien ordenaba atacar a las tropas ecuatorianas en el Alto Cenepa, zona no delimitada de la frontera común, donde con su sangre, decenas de soldados ecuatorianos defendieron el territorio.

El simpático “chino” que nos había visitado mutaba en un ser duro y belicista, que armó un show en su Tiwintza bañándose en un río, mientras los soldados ecuatorianos decían que era otro, en el que ellos estaban, el Tiwintza verdadero. Ese pedazo de tierra era un símbolo de éxito que ninguno de los ejércitos quería soltar.

En pleno conflicto, enviado especial a Lima, pude verlo un poco más lejos en el Palacio de Pizarro, al que nos costaba mucho acceder, y luego, ya sin balas de por medio, cuando recibió en Perú al presidente Abdalá Bucaram, con el que comió con las manos carne cocinada bajo tierra y bailó danzas andinas.

Años después, muy cerca de la firma de la paz, volví a hablar con él cuando una delegación de periodistas ecuatorianos acudimos a la invitación de colegas del Perú y nos llevaron al palacio presidencial a dialogar con Fujimori. Sentados en la misma mesa anexa a su despacho, más escuchando que hablando, atendió cada una de nuestras posturas. El momento cumbre de la charla fue cuando Diego Cornejo le preguntó si era verdad que su mano derecha, Vladimiro Montesinos, grababa sus reuniones, y con una fría ironía dijo: “Tranquilos, que esta reunión también está grabada”. El tiempo demostró que todo ese aparato de espionaje y torturas del que se acusaba a su entorno era cierto.

Sigo mirando en redes los homenajes a Fujimori. Yace en ese féretro el hombre frío y calculador; tirano para muchos, heroico para otros. Definitivamente controversial. (O)