El lector como ciudadano común y corriente no necesita ser abogado ni especialista para saber que las leyes que nos rigen en su mayoría están mal hechas, pues sufre día a día las consecuencias de la deficiencia legislativa que pretende suplir justicia, equidad y dignidad con fines políticos coyunturales.
Política criminal, igualdad y Corte Constitucional
La acción comunicativa de Jürgen Habermas exige que todos los actores que participan en el diálogo social para hacer leyes –incluido el ciudadano como elector y partícipe activo– lo hagan en un ámbito de libertad e igualdad en el que su consentimiento permite que se les imponga el deber de cumplir obligaciones, lo cual le da a la norma racionalidad, legitimidad y aceptación. De esta forma el ciudadano no solo es destinatario de esta norma, sino que participa en el proceso democrático de su producción.
Pero cuando las leyes no se dictan siguiendo un desarrollo comunicativo sino que son impuestas sin la participación del ciudadano o distorsionando su voluntad, el mismo Habermas dice que estas pierden su validez y, por tanto, no pueden generar sumisión en la ciudadanía o dan lugar a la desobediencia civil, que es la única permitida en los Estados de derecho.
El lenguaje que se usa para lograr un diálogo adecuado es el de la correcta argumentación y deliberación de quienes intervienen en la actividad legislativa, puesto que hay un acuerdo general de que una ley ininteligible, incoherente y poco sistemática no contribuye a su propia interpretación o aplicación y peor a su cumplimiento. Las leyes que generalmente sufren de estos vicios son las que provienen de transacciones políticas encubiertas, las que producen indeterminación de contenido al esconder su verdadera intención.
Actualmente la ley no solo es producto de la voluntad de los legisladores, sino también del sometimiento a la Constitución, Corte Constitucional y tratados internacionales de obligatoria observancia; e inclusive, en el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el país está subordinado además al correspondiente “control de convencionalidad”, es decir, las leyes deben expedirse sin violar las resoluciones de este organismo supranacional o bajo sus directrices.
Sin embargo, el principal ingrediente de la construcción legislativa sigue siendo la política y con ella el riesgo de contaminación por intereses ilegítimos, actos de corrupción y grupos de presión –no necesariamente dedicados a actividades lícitas– que encuentran acceso dentro de un pluralismo democrático negligente o hasta malintencionado. Es fácil descubrir que la política ha sido infiltrada cuando la pretensión de corrección de los voceros se basa en una supuesta moralidad legislativa distorsionada y desconectada de la realidad social, mas no en la solución de las necesidades de la población.
La moraleja al final, sobre todo para las próximas elecciones, es que el lector al momento de votar para la conformación del Poder Legislativo debe dejar de lado sus emociones y resistir la influencia del discurso político vacío, dándole su preferencia a quienes tienen las credenciales suficientes para cumplir lo que el proceso de creación de leyes demanda. (O)