Para los investigadores científicos Herman y Ratner (1992-1993), el concepto de ‘Estado fallido’ se refiere a aquellos países cuyos estados han perdido la capacidad de controlar el monopolio de la fuerza y la eficacia en proveer a su población los bienes públicos imprescindibles.

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Varios autores clasifican en tres categorías a esta ineficiencia estatal. La primera se encamina a Estados en donde su condición actual ha producido una crisis interna generalizada; la segunda categoría se refiere a los Estados en proceso de debilitamiento; y la tercera hace referencia a países en proceso reciente de creación o independencia, con una institucionalidad frágil.

Con las definiciones anteriores se describe de forma tácita al Ecuador, ya que el Estado lucha por recuperar el monopolio de la fuerza para enfrentar a grupos criminales incluso mejor equipados que las fuerzas del orden. Si somos detallistas para lograr un símil con las categorías anteriormente citadas que enmarcan a un “Estado fallido”, para tristeza de la mayoría de los ecuatorianos, cumplimos no una, sino con las tres condiciones. Primero, el país vive en la actualidad un conflicto interno que no tiene fecha de caducidad; segundo, el Estado ecuatoriano no solo parece débil ante la comunidad internacional, sino que lo es, al no poder garantizar seguridad, educación de calidad, justicia imparcial, seguridad jurídica, entre otros aspectos que deberían ser básicos y elementales; y tercero, aunque somos república desde 1830, proyectamos una imagen que hace gala de tener una democracia frágil, sin políticas de Estado, gobierno, ni públicas.

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Pero ¿cuál es la razón para no ser un Estado fallido?; la respuesta sin lugar a dudas es la cantidad de recursos naturales que poseemos como nación. Petróleo, oro, cobre, plata, flores, tierras infinitamente productivas y ríos con una abundancia que pareciera interminable y claro, un vasto mar de recursos, solo por citar unas cuantas bondades que el gran arquitecto del universo decidió darnos a los ecuatorianos.

Tenemos tanto y somos tan poco. Aunque parezca pesimista el cambio que espera el ecuatoriano, no podrá ser inmediato, ni siquiera a mediano plazo y es que para lograr una nación fuerte, próspera y desarrollada debemos esperar al menos 25 años, porque el cambio debe ser generacional, es decir, desde que se nace.

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Es indispensable, urgente e inmediato lograr cambiar los currículos de estudios en todo nivel, pero sobre todo en las escuelas y colegios en donde se forja el futuro de la nación. Seguiremos esperando al genio sincronizador que se duela de este pueblo manso y sufrido que lo tiene todo y es casi nada. (O)

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Martín Efrén Gallardo Valarezo, Quito