Allá por el año 1993 trabajaba para una importante empresa distribuidora de repuestos y filtros. Viajaba de martes a viernes a ciudades de varias provincias tratando de abrir nuevos mercados y clientes. Al regresar a casa, la alegría de abrazar a toda mi familia se iba poco a poco mezclando con las quejas de mi esposa por los comportamientos de nuestros hijos. Casi siempre la causante de los disgustos era nuestra segunda hija, quien se peleaba y hacía travesuras extremas con su hermano mayor y la hermana menor. “Cuando regrese tu papá le contaré para que por lo menos te dé un chancletazo”, era la amenaza que le hacía para tratar de controlar a la pequeña traviesa. Imposible para mí cumplir con esa tarea que como verdugo solo tenía abrazos y besos para mis extrañados hijos.

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Pero para no socavar la autoridad de la madre luego del saludo inicial de ternuras, me tenía que convertir de repente de héroe a villano. “Vamos, hijita, a conversar a su habitación”, y yo la seguía simulando esconder una chancleta en mano.

Muy asustada ella, pero obediente, entraba en su habitación y al cerrar la puerta comenzaba el diálogo preguntando motivos de su conducta y ella argumentando su defensa, mientras su madre y hermanos escuchaban seguramente con el oído en la puerta la amorosa reprimenda y luego el castigo, un chancletazo, que más que un chancletazo, era en realidad el sonido mi mano contra la otra. Satisfechos de alguna manera los oyentes y ya tranquila mi hija, dibujando una sonrisa cómplice, sollozando un falso llanto a veces en lluvia multiplicado, más por el sentimiento que por el dolor, nos abrazábamos nuevamente, pero con un compromiso al oído, “¿te vas a portar bien?” seguido por un “sí, papito”. Y así era, de alguna manera lo cumplía.

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Muchos años después, pero no frente al pelotón de fusilamiento, esa inocente complicidad desarrolló entre nosotros una situación muy particular e hilarante que nos ha puesto en situaciones vergonzosas, ya que en ocasiones serias como reuniones de negocios, solamente basta un mínimo gesto, un guiño, un suspiro exagerado y comprendemos que estamos recordando nuestra escena de actuación y eso hace que podamos explotar en carcajadas absurdas hasta el punto de tener que abandonar la sala para irnos a reír fuera de ella; y todo por causa del chancletazo que nunca le di. (O)

Jorge Vallejo Andrade, Guayaquil