En las democracias occidentales modernas, el derecho a gobernar se otorga, al menos en teoría, mediante diferentes formas de competencia: las campañas electorales y las votaciones; las pruebas meritocráticas que determinan el acceso a la enseñanza superior y la administración pública; y los mercados libres. Deberían gobernar los políticos más convincentes y capaces.

Las instituciones del Estado –la Judicatura, la administración pública…– deberían estar en manos de personas cualificadas. Las disputas entre ellas deberían dirimirse en igualdad de condiciones a fin de garantizar un resultado justo. Los partidarios entienden muy bien su papel que consiste en defender a los líderes, por más deshonestas que sean sus declaraciones, por más extendidas que sean sus corrupciones y por más desastroso que resulten sus impactos en las instituciones y en la gente corriente. A cambio, saben que serán recompensados y promocionados. Los más estrechos colaboradores del líder de un partido pueden llegar a hacerse muy ricos y obtener lucrativos contratos o puestos en los consejos de administración de las empresas públicas, sin tener que competir por ellos. Otros, pueden contar con un salario público además de protección, frente a potenciales acusaciones de corrupción o incompetencia; por muy mal que lo hagan no perderán su trabajo. “Cómo ganan los demagogos”, Anne Applebaum (Premio Pulitzer). (O)

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Guillermo W. Álvarez Domínguez, médico, Quito