La meritocracia es un tema que frecuentemente es tratado a escala política. La gente suele decir: “no al favoritismo ni a la compra de cargos; los puestos públicos tienen que ser ejercidos por los de más mérito”. Pero la meritocracia no solo es un ideal a escala macro, sino también a escala micro; la personal. Como cuando terminamos decepcionados de una relación amorosa en donde no fuimos valorados a pesar de que lo dimos todo. En este caso, los méritos (fidelidad, apoyo moral y económico, etc.) no significaron nada. Asimismo, podríamos referir a otros campos. ¿Cuántas personas se frustran en su sueño de ser cantantes o escritores por no ser reconocido su talento? ¿Cuántos otros, en cambio, a pesar de no tener grandes dotes vocales o lingüísticos terminan en el éxito? Una sola razón; las personas no obtienen lo que merecen, aunque lo hayan hecho todo bien.
Sí, suena bastante deprimente, pero es la verdad. Esto se debe, primero, a la suerte y más tarde, a la falacia del mundo justo. Cuestiones como ciudad de origen (en una gran urbe es más fácil conseguir oportunidades), clima (desastres naturales que podrían perjudicar el progreso), solo por mencionar un par, son trascendentales a la hora de obtener lo que queremos. Por otro lado, nuestro cerebro es excelente para dividir y simplificar la realidad, con el objetivo de ahorrarse esfuerzo. Tendemos a radicalizar a las personas al agruparlas en bandos que no permiten términos medios, formándose así un mundo binario en donde solo existen los extremos: personas absolutamente buenas y absolutamente malas. Oportunamente, siempre nos vamos a ubicar en el mejor grupo y a justificar con elaboradas teorías nuestras acciones para nunca caer en el grupo contrario. Así, para mantener incontestable esta percepción, forjamos un mundo a conveniencia en donde cada cual recibe de acuerdo con su mérito y esfuerzo. Si a esto añadimos que cada individuo tiene su propia visión del bien y del mal y su propia expectativa en cuanto a qué se merece según lo que se ha dado, la meritocracia cae en una absoluta ilusión infundada. (O)
Patricio Álvarez Alarcón, Quito