La tarea de gobernar es muy compleja, y como es natural, el que manda debe rodearse de colaboradores que deben tener cualidades semejantes a las de su jefe.
El gobernante debe inspirar una gran confianza, lo que requiere de competencia para desempeñar el cargo, dedicación seria a la misión encomendada, cumplir lo que dice, informar con objetividad y transparencia, reconocer con sencillez sus errores y admitir las críticas ponderadas. Si el pueblo advirtiera incompetencia, ocultamiento de información que el gobernante tiene obligación de comunicar, contradicción de criterios, falsedades comprobadas…, la confianza se convertiría en desconfianza, inseguridad, sospecha de intenciones ocultas... Una muestra clara de llevar un buen gobierno es ser querido y admirado por los ciudadanos, incluso por los que no hayan votado por él; al menos estos reconocerán su valía y ejemplaridad. Si no es querido mayoritariamente por aquellos a los que gobierna no habrá alcanzado una de las mayores satisfacciones de gobernante y tendría que revisar con sinceridad cómo ha cumplido su misión.
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La doctrina de la Iglesia sobre la actitud que el cristiano ha de tener hacia los que gobiernan es evangélica. Basta recordar las indicaciones de san Pablo a Timoteo para que “se hagan súplicas y oraciones... por todos los constituidos en autoridad, para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto”, (1 Tim. 2, 2). El cristiano tiene presente en sus oraciones a los que gobiernan y a la vez debe llamarles la atención –por los cauces adecuados– si se apartan del fin para el que han sido elegidos. (O)
Enric Barrull Casals, Girona, España