Durante más de doce años, a través de esta columna de opinión, he tratado temas de diversos tópicos. He sido testigo de hechos trascendentales ocurridos en nuestro querido Ecuador y he tenido el privilegio de compartirlos con los amigos lectores de este Diario.
Recuerdo vívidamente el día que recibí la llamada telefónica del entonces editor de Opinión de esa época, don Emilio Palacio, en la que me ofrecía la oportunidad de colaborar en este prestigioso medio de comunicación, en calidad de columnista. Fue una sorpresa agradable e inesperada y un reto a la vez, debo confesarles. Y lo acepté con sumo agrado y humildad. Fue la oportunidad de entablar una amistad invisible con miles de ecuatorianos dentro y fuera del país, reflejada en notas recibidas por medio de mi correo electrónico. Mi principal preocupación ha sido denunciar a los pícaros que han gobernado el país. La península de Santa Elena, tierra del cual soy oriundo, también ha tenido cabida en este espacio. Creo, honestamente, que no los he decepcionado, reflexiono en las actuales circunstancias y con un encierro voluntario por presencia de la pandemia de coronavirus, que nos ha cambiado la vida y nos ha hecho reflexionar de cosas más importantes en la vida.
El día de ayer, el planeta celebró el Día de las Madres. Ha sido un evento inusual, casi increíble, distinto. Hacer conciencia de la presencia física, los abrazos, los besos, la bendición de una madre a sus hijos fue la nota triste debido al alejamiento por un posible contagio. Cientos de madres sucumbieron ante esta pandemia y su despedida fue cosa de no creer. Me imagino ese triste drama porque una cosa es contar y otra fue vivirla para sus atribulados hijos. Es el designio de Dios. Este día de mayo fue distinto. Triste.
Quienes tenemos a nuestra madre con vida debemos considerarnos afortunados. Dentro de los malos momentos que estamos atravesando por las circunstancias que afecta a todos los habitantes de nuestro planeta, siempre la presencia de esa diminuta y majestuosa mujer será el norte que guía nuestros pasos. Ella es la representante de Dios en la Tierra. Es nuestro sustento de fe.
Amigos lectores, permítanme referirme de mi madre. Su nombre es Chavelita, tiene 98 años pero con un corazón que no revela su edad. Ella sin preguntar sabe lo que me sucede. Sus manos flácidas se transforman cuando me abraza. La recuerdo cuando estuve temporalmente privado de mi libertad por decir la verdad, ella estuvo ahí. Nunca olvidaré ese momento.
Poetas, escritores y sabios han tratado de describir el significado de una madre. La respuesta está en el corazón de cada hijo. Quien fue amado y protegido por su madre difícilmente será una persona fría y malagradecida. Una buena madre defiende a su hijo con su vida. No lo deja solo. Lo tiene presente a cada instante, en sus pensamientos, en sus oraciones, sus hijos son su vida. No hay duda, Dios existe. (O)