“Potable: 1. adj. Que se puede beber”. ¿Cuántos municipios del país pueden asegurar que el agua que entregan a la población se ajusta a esa definición del Diccionario de la Real Academia? La pregunta tiene sentido precisamente hoy, cuando esas entidades deberán asumir responsabilidades en el combate al virus. Su compromiso básico, en condiciones normales, no se diga en una situación de emergencia como la que vivimos, debería ser la dotación de agua adecuada para el consumo humano. Pero la respuesta es desoladora, no solamente por la alta proporción de cantones que simple y llanamente no cuentan con ese servicio, sino por el número más alto de centros poblados que reciben un líquido con el que nadie se atreve siquiera a hacer una buchada al lavarse los dientes. Después de casi cincuenta años de riqueza petrolera, la mayoría de los pomposamente llamados gobiernos autónomos, y con ellos todos los ecuatorianos, apenas nos conformamos con la segunda acepción del diccionario: “adj. coloq. Pasable, aceptable”.

Esa es solamente la parte más evidente de la realidad en que se enmarca la decisión que deberá aplicarse desde hoy bajo la forma de colores de un semáforo simbólico. Si eso es lo que ocurre con el agua, da pavor pensar en temas más complejos, como los servicios y el equipamiento de salud, que en este momento definen el límite entre la vida y la muerte de miles de personas. El número de camas de hospital por habitante o de unidades de cuidados intensivos en cada cantón son datos que deben avergonzar a todos los gobiernos de las últimas décadas. Pero quienes merecen sendas placas a la infamia son los alcaldes de esos cantones que explícitamente se negaron a asumir, entre otras, las competencias de salud (¿recuerdan quién fue el alcalde de Guayaquil que dijo no le vengan con el cuento de hacerse cargo de la salud y la educación?).

Por ello, decir que es un efecto del centralismo es mirar solamente una parte del problema. Obviamente, hay centralismo y todos los gobernantes lo han alimentado. Pero, desde el otro lado y con contadas excepciones, el discurso sobre la descentralización se ha reducido al flujo de recursos que les corresponde en el presupuesto del Estado. Pensar que un alcalde decida hacerse cargo del cobro de impuestos, como demandaría un régimen de autonomías, no se diga uno federal, es pedirle que renuncie a su carrera política. En esas condiciones, el famoso régimen de competencias “de carácter obligatorio y progresivo” quedó como retórica en un artículo constitucional y en decenas de páginas de la ley de ordenamiento territorial.

La participación de los municipios en esta emergencia puede ser la oportunidad para dar un paso hacia la descentralización. La condición es que el gobierno no entregue los dólares que demandará cada alcalde con su semáforo en rojo. Debe ser el inicio de un gran plan de municipalización de la salud, con entrega de equipos, insumos y personal que quede a cargo de esas entidades que no son gobiernos, no son autónomos, tampoco descentralizados.

(O)