Quiero empezar por una afirmación tan categórica como evidente: la pandemia del COVID-19 –corto para, Coronavirus Disease 2019–, afecta a toda la especie humana y, por ende, es un problema de orden global. Ahora, no se trata de un tipo de problema que la humanidad no haya enfrentado antes. Este tipo de pestes, como la historia nos muestra, han existido desde siempre. Por otro lado, tampoco es el único problema global que enfrentamos en la actualidad como especie y que podría tener nefastas consecuencias para la humanidad.
Sin embargo, la peculiaridad de esta pandemia del COVID-19 es que ha sacudido a la humanidad de sopetón, obligándonos a permanecer enclaustrados 24/7, afectando de forma drástica nuestra forma de vida. Estos efectos tan inmediatos y repentinos han causado, justificadamente, mucha alarma y hasta pánico en la sociedad. A diferencia de otros problemas globales que, aun cuando son más peligrosos, no tienen, todavía, esos efectos inmediatos en nuestro estilo de vida, como lo es el calentamiento global.
Entonces, lo primero que hay que hacer es poner a esta peste en perspectiva. El COVID-19 no es un problema nuevo ni tampoco el único que, como especie, debemos afrontar en la actualidad. Así, por ejemplo, el calentamiento global podría generar consecuencias mucho más drásticas para la humanidad en un corto plazo, por lo que deberíamos empezar a afrontarlo con similar urgencia, si queremos seguir habitando este planeta.
Puesta en perspectiva la crisis global, quiero identificar lo que es, para mí, su principal lección: la pasmosa insuficiencia del modelo de Estado-nación para la solución de problemas de orden global. Como se ha podido ver –y se puede seguir viendo– durante esta última pandemia, la respuesta de los Estados ha sido, para decirlo sin paliativos, desastrosa. Empezando por China y su manejo deplorable y oscuro de la información acerca del virus en su escenario inicial, digna del régimen autoritario que existe allí. Pero luego, cada uno del resto de los países del mundo ha tomado tantas decisiones como han creído pertinentes, sin una guía clara ni una coordinación global efectiva. Ni siquiera en Europa –de quien, por cierto, se esperaba algo más como bloque y actual líder del mundo libre ante la renuncia de Estados Unidos– se han tomado medidas homogéneas entre los países de la Unión. Ni hablar de, por ejemplo, Estados Unidos, Inglaterra, México y Brasil, que han sido los últimos en reaccionar, poniendo en riesgo no solo a su población sino al resto de la humanidad.
Esto mismo ha venido sucediendo con el resto de los problemas globales, solo que ahora lo podemos identificar con mayor claridad porque los efectos han impactado directamente, sin escalas y sin matices, sobre nuestra forma de ser y estar en este mundo. Así, creo que habrá un consenso en que la crisis global que estamos viviendo puede verse, pues, como “la gota que derramó el vaso”. Y nos restriega, como decía antes, una poderosa enseñanza sobre la insolvencia del Estado-nación, cuyas fronteras son inexistentes para los virus o para los gases de efecto invernadero, al mismo tiempo que son vías de escape para la corrupción y delincuencia transnacional. Así las cosas, parecen existir cada vez mayores motivos para concluir que esta forma de organización política del poder, por sí misma, se ve desbordada ante la existencia de acuciantes problemas de orden global.
Ante este déficit, se pueden leer actualmente muchas propuestas. Unos, más drásticos, abogan por la necesidad de implementar un constitucionalismo planetario, otros, incluso, teorizan sobre la construcción de un «orden global». Este tipo de propuestas se deben tomar con bastante cautela, y hasta recelo, porque, como sintetizó Lord Acton con precisión, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y es que el riesgo es supremamente alto para nuestras libertades si, en algún momento, estos experimentos globales terminan mutando en regímenes totalitarios. Basta un error para que terminemos en esos futuros distópicos, que nos encanta leer en las historias de ciencia ficción, pero que de ninguna manera nos gustaría recrear en la realidad.
Por otro lado, una solución más sensata parece ser la esbozaba por Yuval Noah Harari, que aboga por mecanismos efectivos de cooperación global. Esto, a mi juicio, es la solución más realista y adecuada, pero exige una redefinición del Estado-nación, cuya invención obedeció a razones históricas que en su momento justificaban la superación de un orden preexistente, hoy más que nunca está en entredicho. Frente a problemas globales, la especie humana debe adoptar herramientas de cooperación eficaces en las formas de gobernanza a nivel supranacional que nos permitan afrontar los restos globales que tenemos y que se avecinan. (O)