Siempre que pensamos que algunos individuos son menos buenos que nosotros, nos ubicamos en una posición de superioridad que conlleva la implícita y a veces explícita acusación –en tiempos de crisis– de que ellos son los culpables y nosotros no. Es una postura tan común que quienes están ahí sintiéndose excepcionales deberían darse cuenta de que forman parte de una masa amorfa y generalizada, integrada por individuos que provienen de todos los ámbitos sociales, ya sean populares y sin educación formal o cultos por definición propia, que se tienen a sí mismos por agudos comprendedores de las circunstancias. Los unos y los otros actúan compelidos por el irresistible impulso para encontrar defectos y errores en el actuar de los demás. De igual forma están los que los azuzan para que sigan gritando que los otros son responsables de todo lo malo. Tanto esos actuantes como sus corifeos se regodean en esa dinámica, sin manifestar el más mínimo sentido crítico de sí mismos, incapaces emocional e intelectualmente de mirarse y comprender que forman parte de un escenario y que su propia vida los hace copartícipes de esa realidad.

También están quienes, sin renunciar al juzgamiento de los errores de los otros, profundizan su análisis interno y transitan caminos que los llevan a la solidaridad y a la acción positiva, porque en el proceso de verse a sí mismos se revelan, rotundas, sus propias deficiencias y se evidencia la inmensa distancia que los separa de lo que podrían llegar a ser como personas, siempre perfectibles. Esta praxis de vida transforma y esculpe personalidades, fisonomías, gestos, discursos y lenguaje. Los mejores provienen de ahí y son sencillos, modestos y buenos. Los pedantes son, sin excepción, cortos de entendimiento.

En la crisis actual, los vocingleros son multitud, siempre listos para acusar. En lo específico de la reacción social nacional frente a disposiciones gubernamentales de permanecer en casa, los necios se encarnizan con los que no las acatan, que no son solamente los pobres de Guayaquil sino los de todo el país y también otros muchos que contando con recursos económicos nunca buscaron educarse para la convivencia civilizada. Por supuesto, esos que acusan están lejos de comprender que la precariedad económica y social es resultado de las acciones y omisiones de todos. No hemos tenido ni tenemos la nobleza moral ni la claridad utilitaria para buscar la igualdad y la equidad. Tanto discurso y verborrea les envuelve y autodefine como seres excepcionalmente perspicaces y decentes, eso sí, arrellanados en su comodidad que les permite disfrutar de los recursos.

Si bien, en este caso, el comportamiento de la gente pobre sin educación y el de los otros provenientes de todos los ámbitos sociales constituye un atentado a la vida y es inaceptable, también lo es la indolencia de los grupos favorecidos que no hacen lo suficiente para que seamos una sociedad más justa y equilibrada en todos los sentidos. Ponderando las responsabilidades, sin duda, es mayor la de quienes pudiendo construir una sociedad mejor no lo intentan, que la de quienes viven en la marginalidad social. Los responsables no son ellos, somos nosotros.

(O)