La política es la cara oculta de la dolarización. El debate, a lo largo de sus veinte años de vigencia, ha privilegiado su carácter de medida económica y solo en menor grado se ha preocupado de sus alcances políticos. Sin embargo, desde antes de su nacimiento y durante sus cuatro lustros de existencia, los factores políticos han sido tan determinantes como los económicos. Cabe recordar que, durante el año previo a ese domingo 9 de enero, esa medida siempre estuvo sobre la mesa. Si no se la tomó antes fue porque a la debilidad del gobierno de Jamil Mahuad se sumaba la ausencia de actores políticos que la apoyaran decididamente y por el clima de convulsión social que imperó desde el feriado bancario. Es verdad que la medida contaba con sus promotores (sus verdaderos autores y autoras), pero esas personas no tenían la fuerza necesaria para incidir políticamente. Mientras tanto, los partidos y los diputados que, por posición ideológica y por responsabilidad económica, podían haberla impulsado se corrían a un lado para no ser salpicados por una decisión que inevitablemente traería costos políticos.

No es un recurso retórico decir que, llegado ese día, Mahuad no tenía más opciones que poner una firma. El dilema era estamparla en su renuncia o en el decreto de la dolarización. Escogió este último y con ello frenó la devaluación que corría a velocidades inimaginables, cambió en gran medida el contenido de la agenda nacional, desarmó a los grupos empresariales que exigían medidas radicales y aparentemente se aseguró en el cargo. Sin embargo, el tiempo comprado apenas fue de doce días, porque el complot que se había montado sobre las manifestaciones indígenas iba a toda marcha y ya no se podía frenar. El golpe de Estado de algunos coroneles hizo temer que se revirtiera la dolarización y que se regresara a las macrodevaluaciones pero esta vez con hiperinflación. Quién sabe si por esas o por razones propias de su cuerpo, la cúpula militar desarmó el golpe y, remendando la Constitución, dio paso a la sucesión.

Los problemas no terminaron ahí, porque había dos tareas duras por delante. Era necesario, por un lado, desactivar las movilizaciones, lo que se conseguiría si los dirigentes, especialmente los indígenas y sus duros asesores, llegaran a comprender que retroceder en la dolarización significaría empujarle al país a un pozo profundo. Se oponían al uso del dólar como moneda de curso legal (seriamente plantearon que se podría ir a formas de trueque o al intercambio de productos por jornadas de trabajo) y llegaban al absurdo de reivindicar al sucre como un elemento de identidad nacional. Por otro lado, el gobierno necesitaba la mayoría en el Congreso para aprobar las leyes que debían hacer realidad la dolarización. Hasta ese momento, esta se asentaba solamente en la palabra del presidente derrocado y en la de su sucesor, Gustavo Noboa. No había otro instrumento legal, aparte del decreto inicial, para apuntalarla. El largo trámite de las tres leyes, bautizadas como troles, fue un muestrario de los cálculos inmediatistas de los legisladores y de cómo se puede jugar con un tema tan delicado cuando se anteponen intereses grupales, electorales, parroquiales y de cualquier especie.

Ocho años después, cuando la dolarización ya se había legitimado por sí sola, cuando sus efectos positivos se sentían más en la microeconomía que en la macro, la mayoría de electores votó por quien ofrecía, dentro de su plan de gobierno, eliminarla (como para repensar la supuesta racionalidad del votante, que se dice que vota con el bolsillo). Pero diez largos años no fueron suficientes para que Rafael Correa pudiera desdolarizar. Las razones fueron estrictamente políticas, porque las económicas le tenían sin cuidado, como lo comprueba el estado en que quedó el país. Creyó tener la llave –o, más bien, la ganzúa– para abrirla con dinero electrónico, bonos y otros instrumentos, pero la cerradura era de alta seguridad. El rédito económico no podía compensar el costo político. Tuvo que incumplir su plan de gobierno.

A sus dos décadas, la dolarización sigue en el centro del debate político. Pero no es un debate centrado en su eliminación, sino más bien en cómo mantenerla y fortalecerla. Es muy poco probable que algún gobernante se arriesgue a ir en sentido contrario. Pero siempre puede haber la excepción que confirme la regla y la justificación será política. (O)