Acostumbrados por la prensa de todo tipo a los grandes acontecimientos, seguimos con minuciosidad los hechos multitudinarios, las grandes conmociones. De esa manera estudiamos Historia en nuestra etapa educativa: los maestros hablaban de imperios, conquistas, batallas; cuando se miraba a individuos, estos ostentaban la talla de reyes, ministros, generales, papas, inventores, filósofos. La persona común no aparecía en los libros. No sabíamos cómo vivía la gente, qué comía, cómo se vestía.

Tuvo que venir la novela –ese artefacto de palabras que desde sus orígenes se nutrió de realismo e individualidad– para que la vida cotidiana tenga puesto en la atención de la cultura escrita. El gran descubrimiento fue reparar en que la condición humana se construye día a día, sujeta a la red de la pequeñez y los detalles, que empieza en la fisiología necesitada de pan y de agua y termina en el dolor y la muerte. Esa vida única e irreemplazable en cada caso; aureolada por la dignidad natural de ser, por la respetabilidad que genera el mero hecho de interrelacionarse con otras iguales, o al menos, parecidas.

El mínimo circuito de las 24 horas de cada día renueva la mirada y alimenta la reflexión. ¿Un día más o un día menos? Quien tiene responsabilidades en decisiones magnas que afectan a la colectividad podrían calcular en tiempo en periodos más largos porque importa más la meta que los pasos. Así y todo nadie puede desvincularse de su diario acaecer, ese que en un instante, por una voltereta del azar puede cambiar, ese que trastorna la existencia o que se aletarga en minutos que parecen lentos por vacíos.

Yo creo mucho en la imperatividad de la vida cotidiana, en la implacable vuelta al sol que trae consigo actos fijados con rigor de horario, presencias obligadas por deberes adquiridos a conciencia. Miles de iniciativas giran en torno de que los ciudadanos cumplamos con nuestras rutinas, las que competen a traslados y a laboriosidad, las que nos atan en una cadena de sociabilidad inextinguible. La defensa de la libertad como valor cuenta con esta base de tareas fijas, que no alteran la sensación de ser dueños de un horizonte elegido. Se trata del toma y daca social.

Por eso todas las estructuras de una comunidad deben trabajar para mantener aceitados los engranajes de una maquinaria perfecta en la que deberes y derechos calcen de tal manera que encajen. La veladura de la corrupción rompe la armonía de los calces. Y la de la ineficiencia. Estos dos fantasmas estropean la vida cotidiana constantemente. Que alguien trafique con las medicinas que necesita el servicio de salud pública es un signo de flagrante podredumbre, esa que se multiplica en los pequeños pillos que asaltan en los transportes o en la tienda de la esquina. Es cosa, solamente, de niveles. En cuanto a la mala calidad con que se trabaja por la sociedad, las muestras están por todas partes: ¿cuándo se ha visto que una gran metrópoli interrumpe el servicio de agua potable para revisar sus conexiones?, ¿por qué el ciudadano está expuesto a trámites engorrosos, a desinformación e incoherencia cuando busca una solución a exigencias legales?

Se vive a diario, se llega a cualquier meta paso a paso. La vida cotidiana no debe ser irritante. (O)