Debía tener alrededor de 16 años la primera vez que leí La metamorfosis de Franz Kafka. Recuerdo que era una edición que contenía, también, los cuentos de su libro Un médico rural. He intentado en demasiadas ocasiones explicarme qué fue lo que esa lectura produjo en mí y debo regresar a ver mi propia vida para encontrar la respuesta: al cumplir los 18 años supe, sin la menor duda, que lo quería estudiar en la universidad era Derecho y que lo que quería hacer en mi vida era escribir.

Al salir del aeropuerto y encontrarme con los paisajes de Praga, por primera vez, tuve la sensación de que era un reencuentro. Algo de la mirada que Kafka tenía sobre esta ciudad pervive en sus calles, en sus plazas, en los castillos y en los encantadores paisajes a orillas del río Moldava. Me instalé en la Habitación de los Anos, que es el cuarto que por un mes le alquilé a la artista Lea Kukovičič y en cuya pared expone tres impresionantes fotografías de anos, además de una réplica de El nacimiento de Venus, el cuadro maravilloso de Botticelli.

He llegado a esta ciudad gracias a un programa de la Universidad de Nueva York (NYU) que consiste en darnos, a los becarios, un espacio y otras facilidades para escribir en una de las ciudades donde la universidad tiene campus, siempre y cuando haya una relación entre la escritura y la ciudad elegida. Mi relación con Praga, indudablemente, es Kafka. La Literatura y el Derecho han sido los temas que, de algún modo, subyacen en todo mi quehacer de escritor. Inmerso en esta experiencia, hace pocos días volví a leer La metamorfosis y por primera vez su doloroso libro Carta al padre, convencido de que mi periplo en la capital de la República Checa no sería lo mismo sin la prosa de este escritor esencial.

A mis 16 años, creí que me enfrentaba a un narrador que conoció el horror y que yo mismo, al leerlo, podía ser más culto, intelectual y adulto. Hoy descubro que esa primera aproximación fue superficial, con los años uno como lector crece y entiende que no lee para saber más. Gregor Samsa es un rebelde y se convierte en insecto porque no soporta más la falsedad en la que han caído sus relaciones humanas. Es un acto de protesta y de plegaria. Las preocupaciones en Kafka tenían más que ver con el espíritu, que con la creación de mundos escabrosos. Su escritura es alquímica: convirtió su lejana y dolorosa relación con su padre en motor de una obra literaria que clamaba por el regreso del ser humano a su capacidad de sentir al otro, de asombrarse, de sobrecogerse. Kafka creía que los sucesos brutales, como los bellos, nos transforman.

La fe y la brutal descarga de honestidad que puso en su carta al padre es prueba de su visión del mundo: eran las palabras los hilos que conectaban metafísicamente a los seres humanos. Pensaba que gracias a su carta, una reconciliación definitiva operaría entre los dos. Nunca pudo entregarla. Yo pienso que sus historias, al menos la gran mayoría, son espacios oscuros y claustrofóbicos en los que nos encontramos en absoluta soledad y podemos entender que todo el horror, en realidad, está adentro de nosotros y que nuestra liberación sólo es posible si caminamos hacia el mundo. Leí a Kafka a los 16 años porque desde niño vi a mi padre con libros bajo el brazo y a él le agradezco el amor al arte, también su entusiasmo por mi vocación de escritor, incluso cuando soy disoluto e irracional.

Además de releer a Kafka, visité su museo y fue una experiencia drásticamente espiritual. La sensación de recorrer un inmenso artefacto dentro del cual está mi cuerpo y mi futuro me acompañó desde el principio. Sin embargo, desde hace mucho y gracias a la lectura de muchos de sus cuentos, yo no tengo miedo a la oscuridad. De hecho, pienso que su literatura era una marcha hacia la luz. “No es necesario volar hasta el centro del sol”, le escribe Kafka a su padre, “pero sí arrastrarse hasta algún lugar de la tierra, pequeño y limpio, donde a veces brille el sol y uno pueda calentarse un poco”.

Alguna vez le escuché a mi abuelo decir que Praga deja huellas. Tuvo razón. En esta ciudad pienso terminar la corrección de mi pequeño libro de cuentos y continuar la redacción de una novela corta. También he vuelto a uno de los orígenes de mi escritura. Recordé que luego de leer La metamorfosis escribí mi primer ensayo literario y lo presenté, sin éxito, a un concurso del colegio. Ese día de mi adolescencia no sabía que con la historia del hombre que se despierta como insecto Kafka me estaba anticipando lo que buscaría yo en el acto de escribir: no textos para ser feliz, sino una escritura convencida de que sólo si el ser humano quiebra su propia dureza puede ser revolucionariamente más humano. (O)