Por un lado están los torquemadas, los asimilables a Tomás de Torquemada (1420-1498), el tremendo fraile que quemó a centenares de judíos, decenas de herejes y una que otra bruja. Son los intolerantes, los que no aceptan disidencia ni diferencia. Por otro, los calvinos que, como el reformador protestante Juan Calvino (1509-1564), son capaces de enviar a la hoguera a los que no pliegan a su revolución con el mismo fanatismo que él. Y luego los erasmos, los que como el humanista Erasmo de Róterdam (1466-1536), execrado por católicos y protestantes, toman distancia de las corrientes de su tiempo, no aceptan imposiciones autoritarias ni la intolerancia reformista. Los erasmos creen que la sabiduría y el estudio sosegado arreglarán este mundo regido por la locura. Uno simpatiza con estos, sobre todo cuando se desatan en furioso torrente marejadas de opinión contradictorias, como ha sucedido en el caso del matrimonio igualitario recientemente legalizado por la Corte Constitucional. Pocas veces se ha visto encono igual. Parecería que pronto la picota de Quito o el rollo de Cuenca, cuyas piedras sobreviven, serán escenario de autos de fe, en los que serán incinerados ora los “retrógrados opositores”, ora los “satánicos impulsores”.
Pero no matarán a nadie. Y no lo harán porque el tema tiene poca importancia. Y no la tiene porque el matrimonio civil carece de valor real salvo para lo patrimonial. El adulterio no es delito desde hace décadas. Resulta contradictorio que se haya luchado tanto por “legalizar” la llamada “unión libre” entre parejas heterosexuales y ahora se llame a la guerra para permitir el matrimonio entre parejas homosexuales... por qué será que hay gente que se encanta metiendo al Estado en su cama. Que el Estado legisle sobre la vida conyugal de los ciudadanos equivale a que los guardias de una urbanización sean los que vigilen la vida sexual de los vecinos. La “legalización” de la “unión libre y voluntaria”, en su momento, hizo que esta deje de ser libre para ser regida por la autoridad, la convirtieron en un pseudomatrimonio para lo que interesa, es decir para la liquidación de los bienes comunes, que es más difícil que cualquier divorcio. ¿Por qué no se unifican todas estas opciones en uniones civiles a las que todos tendrían acceso con iguales derechos? No hablamos de los derechos de los hijos, naturales o adoptivos, porque son materia de otra legislación.
Tampoco entiendo a los católicos que, en nombre de nuestra religión, se rasgan las vestiduras por la legalización del matrimonio homosexual civil. Todavía me acuerdo que en el catecismo me enseñaron bien clarito que quienes están casados solo por lo civil “no están casados” para la Iglesia. Y es lógico, y teológico. Entonces, ¿cuál es el problema si cierto grupo de personas quieren tener uniones diferentes pero solo civiles, o sea que no tienen valor canónico alguno? Déjenles tener su fiestita en paz. Finalmente, cualquier legislación en esta materia tiene importancia relativa, porque Eros, el más poderoso de los dioses, se filtra por los resquicios de cualquier institucionalidad y se ríe de torquemadas y calvinos. (O)