La semana pasada, dos situaciones predominaron en los titulares de los medios. La primera surge de un hecho atroz: el linchamiento de tres personas en la parroquia Posorja, por parte de un iracundo gentío, que acusaba a las víctimas de robar niños. La muchedumbre no atendió razones, agentes del orden trataron sin resultado de hacerles comprender que los supuestos plagiadores estaban detenidos por un robo de menor cuantía. Multiplicado por la eficacia de las redes sociales, vimos un espectáculo de barbarie y crueldad del que no creíamos capaces a ciudadanos de un Estado que antes se llamaba “de derecho”.
La segunda situación con alta presencia mediática es la supuesta práctica de ciertos bancos de hacer cobros no autorizados en cuentas y tarjetas de sus clientes, para proporcionarles servicios no solicitados. Salvo casos, que no he visto publicados, de reclutadores telefónicos que, presionados por el cumplimiento de metas, registraron a personas en contra de su voluntad, no se ha comprobado que esto sea una práctica habitual. Pero una masiva reacción en las redes llega a hablar de un fraude de dimensiones similares a las del feriado bancario de 1999. Oportunistamente, alguien desde un ático en Europa se coló haciendo de caja de resonancia de estas “denuncias”. Como todo cliente de banco he recibido molestas llamadas ofreciéndome tal o cual prestación, las más he rechazado, pero he “caído” unas cuantas veces. No se me cobran rubros no aceptados pero, la verdad, no he tenido oportunidad de comprobar la eficacia de tales servicios. Hace algún tiempo concurrí a la sucursal en Cumbayá de un banco porteño a arreglar un problema con una tarjeta. El gentil joven que me atendió revisó con este motivo los detalles de mi cuenta, me recordó que se me venían haciendo dos débitos y él, partió de él la iniciativa, preguntó si quería seguir enganchado en ellos, le dije que no y sin objeción me desafilió. A lo mejor también es un caso aislado, ¡sería una pena!
El truculento linchamiento y la turbulenta reacción en redes sociales son sucesos de distinto impacto, pero tienen aspectos en común: parten de noticias no sustentadas, se potencian con rumores y buscan culpables para castigarlos por mano propia, sea real o virtualmente. Tras de esto hay una evidente falta de fe en los sistemas estatales de seguridad y de justicia, descreimiento que nos sume en una sensación de indefensión. Al menor motivo la furia ciudadana surge peligrosa y ejerce algo que piensa es “justicia”. Parte de este espíritu se genera como reacción a un denso entramado de leyes pensado más en salvaguardar al acusado que en la defensa de la sociedad, viene de antes, pero se agigantó en la “revolución ciudadana”. Las políticas de una década encaminaron el poder represivo del Estado a perseguir a los opositores más que a la delincuencia. Paradigma de este descuido fue el dejar a peligrosos reos libres con la salvaguarda de ineficaces grilletes electrónicos, para variar, de fabricación china. Recuperar la confianza en la institucionalidad demandará recorrer un camino largo y áspero. (O)