John Maynard Keynes, el padre de la macroeconomía moderna, relata cómo su colaboración con el Gobierno británico regularmente lo ponía en contacto con empresarios, políticos y otros individuos que se describían a sí mismos como “hombres prácticos”. Estos individuos a menudo creían que su amplia experiencia en los negocios, la industria y la política les daban una perspectiva superior a la de los economistas académicos, ya que ellos sabían cómo las cosas funcionaban “realmente” sin estar sesgados por los dogmas y quimeras inventadas por profesores de universidad. Su ignorancia sobre teoría económica, creían, en realidad los liberaba, ya que les permitía ver el mundo “tal cual” era. Keynes, sin embargo, notó con profunda ironía que cada vez que estos llamados hombres prácticos abrían la boca siempre acababan repitiendo alguna falacia económica refutada décadas atrás. La ignorancia de estos hombres prácticos lejos de emanciparlos de las cadenas de la teoría, realmente los convirtió, en palabras de Keynes, en “esclavos de economistas muertos”.
La sociedad ecuatoriana tiene, en general, una cierta animadversión al conocimiento teórico. Disciplinas como las humanidades y la filosofía son prácticamente inexistentes en los pénsums de nuestras universidades, ya que ellas son a menudo vistas como “inútiles” al no traducirse fácilmente en una actividad lucrativa.
No hay nada de malo en aspirar a ser un buen profesional; pero si esa es la única ambición de uno, entonces uno cae en la mentalidad de la hormiga. La hormiga vive para trabajar. La hormiga anda en fila, yendo y viniendo del hormiguero hasta el día que muera. La hormiga es útil. La hormiga quizá incluso sea feliz. Pero hay algo que la hormiga nunca será: libre. Y es que para tener libertad se necesita tener una perspectiva amplia que le permita a uno tener plena conciencia de nuestro lugar en el mundo y el peso de nuestras decisiones. No solo eso, sino que para ser libre uno debe estar en una posición donde no pueda ser manipulado fácilmente por la demagogia, mentiras y supersticiones que abundan en el discurso cotidiano. Un ciudadano ignorante no es un ciudadano, sino un esclavo de cualquier patraña que el político, predicador o celebridad de turno regurgite ese día.
La fobia de nuestra sociedad al pensamiento crítico fue ciertamente uno de los factores que facilitó el auge del correísmo. ¡Qué fácil fue para Rafael Correa crear un aura de superioridad intelectual! ¡Qué fácil fue hacerle creer a las multitudes que él, y solo él, sabía de economía, política y democracia! ¡Y qué difícil a menudo era para la oposición desmentir sus falacias! Duele admitirlo, pero cuando Correa tildaba a sus opositores de “mediocres” a veces no le faltaban razones. Si nuestra sociedad hubiese recibido una educación decente en teoría económica, filosofía política e historia de las ideas, todas disciplinas “inútiles”, sería inconcebible que el correísmo y sus demagogias hubiesen llegado a ser tan dominantes.
La experiencia correísta debe despertarnos. Si no cambiamos nuestra actitud y reformamos nuestro sistema educativo, entonces no seremos más que una nación de hormigas, esperando a ser esclavizados por el próximo demagogo de turno. (O)