No sé lo que es la pasión política, suelo ser algo impermeable a las emociones de este tipo, más bien observo con melancólica lucidez los cambios que experimentó el pueblo a través de la historia, Quienes gritaban hosanna alzando palmas cuando el Jesús bíblico entró a Jerusalén, poco después pidieron que lo crucificasen. El pueblo acudió a la catedral de Reims cuando el arzobispo entregó al rey Luis XVI los atributos de su rango: el anillo real, el cetro, la corona. El mismo pueblo se dio cita al pie de la guillotina para ver, en medio de gritos de odio, redobles de tambores, cómo decapitaban a Su Majestad, alzaban su cabeza ensangrentada. Gadafi y Pablo Escobar coleccionaban mujeres y automóviles de lujo. Napoleón, después de numerosas victorias, constató con tristeza: “La muerte no es nada, pero vivir derrotado y sin gloria es morir todos los días”. Winston Churchill a su vez dijo: “When we’re on the top, we have to be much more moderate because the people often burns out what they have adored”.

Ciertamente, el pueblo puede quemar hoy lo que ayer adoraba. Mussolini terminó colgado de los pies en un gancho de carnicería después de haber sido baleado a quemarropa. Adolfo Hitler luego de haber sido endiosado se alojó una bala en la sien. Sadam Husein murió ahorcado. Abdalá Bucaram llegó como mesías en helicóptero cuando estuvo en la cumbre del poder, luego fue exiliado durante veinte años, fenómeno casi único en el mundo. Desterraron a Lucio Gutiérrez, a Jamil Mahuad, a Velasco Ibarra, a Assad Bucaram. Con suma sabiduría Jaime Roldós asumió el poder diciendo: “Ha llegado la hora de la humildad”, su muerte inesperada sumió en congoja a todo el pueblo ecuatoriano. El poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud. Cuando llega a ser absoluto el poder ciega a quienes piensan tenerlo todo bajo control. Es más fácil detener un tren que al pueblo cuando ambos se están descarrilando.

Ningún dictador, claro está, posee el sentido de la ridiculez. Cuando no hay de por medio el sentido del humor, aquella facultad que nos permite burlarnos de nosotros mismos, el ser humano llega a endiosarse, es una patología acompañada de un sentimiento de persecución, toques de paranoia, pizca de neurosis. Como en el cuento de Andersen, solo los niños se percatan de que el emperador está desnudo mientras el monarca piensa tener el más vistoso traje del mundo. Los caricaturistas suelen con facilidad desnudar a los más encopetados personajes haciéndolos volver a su condición natural de entes mortales. Los reyes, dictadores, políticos, papas, santos y videntes tienen que ir al baño porque el inodoro es el trono de la inevitable democracia, aunque nos parezca irreverente imaginar a Juana de Arco, a Blancanieves con periodo; a los siete enanos con estreñimiento.

Nos refugiamos detrás de nuestros títulos, pergaminos, condecoraciones, trajes de marca, automóviles vistosos, olvidando que tendremos un buen día que irnos en hombros hasta el camposanto. Solo somos nosotros cuando nadie nos observa, nosotros y nuestras circunstancias definitivamente limitadas, un breve paréntesis entre el nacer y el morir. (O)