Los viejos zascandilean, pierden su tiempo en puestas de sol repetitivas, dejan que gotee en su alma insomne la luz de cualquier estrella, no prestan mayor atención a la futurible política, pues para ellos la coyuntura es tan solo la sede de una molestia artrítica. Los viejos creen en Papá Noel, tejen sueños, reúnen a la familia para el almuerzo, aman la naturaleza, nunca probaron el hachís, la marihuana, la cocaína, beben vino sin embriagarse, pueden alcanzar un vago éxtasis, el cielo mismo, sin caer jamás en la dipsomanía. Creen a pie juntillas en la ternura, terciopelo que envuelve la pasión, convierte los impulsos en dulzura, los lleva a besar ojos, manos, a rozar una frente en caricias más leves que el aleteo de una libélula, pero ¿a quién le importa aquel insecto de ojos inmensos, cuerpo alargado, cuyas alas micáceas son más transparentes que el agua misma?

Los viejos entregan su amor de poquito a poquito como quien se despoja del pudor en cámara lenta, se van deshojando al ritmo de las estaciones. Después de la primavera llegó el verano, al otoño sucederá el invierno, por ello quedan unos especímenes que se juntan en algún jardín, mezclan las aguas de sus ojos, cuidan plantas, se desvanecen en ósculos trémulos, siglos que fueron minutos, juramentos de paso que duraron una vida. Los viejos beborrotean una infusión de manzanilla en la taza floreada que sostiene su mano vacilante, se encierran dentro de una soledad compartida, llevan doquiera una funda de papel en la que guardan cualquier pamplina, echan alpiste a las palomas del parque. Resulta difícil hacerles hablar, son como frutos indehiscentes capaces de perfumar sin ruido el viejo armario donde duermen las vivencias: tarjetas de filo negro, postales añejadas de pura sepia, algún mechón de cabellos.

Los viejos no se inmutan cuando caprichos de moda destilan escándalos de temporada, se miran el uno al otro, siguen queriéndose con su amor de hormigas, migajas desparramadas, sueños constantes con gato o perro incluido. Leen el periódico en voz alta, rezan sin mover los labios, se alistan para la partida, saben que de pronto irán con paso tembloroso a colgar en una tumba una flor cualquiera, de estas que hablan de amores obsoletos, volverán a casa para remover por vez enésima cartas y fotografías. Los viejos, al quedarse solos, van husmeando por el hogar, algo trastocados, no logran entender que unos imberbes puedan quemar la vida por ambos extremos, encender alucinógenos, prender noches de luz intensa, apurar una muerte lenta. Cogidos de los ojos los viejitos se cuidan, comparten el insomnio, les sobrecoge el terror de que podría morir el otro. A veces uno de los dos, afligido con achaques, avanza embobado mientras el otro, con paciencia angelical, cuida sus pasos, intentan ambos juntar pedazos dolidos de un amoroso rompecabezas. La existencia no basta para amar del todo al ser que elegimos libremente. Los viejos se desparraman de una sola cuando se rompen los diques de su cuerpo, entonces deciden marcharse de puntillas aprovechando el paso de algún cometa. (O)