A pesar de no entender lo complejo de sus argumentos y estructuras conceptuales, resulta una exquisitez escuchar los conversatorios de Sartre y de Cortázar, cada quien por separado, pues no creo que se hayan juntado para descifrar los misterios insondables de la vida y la muerte.

La facilidad del internet nos permite ver a estos dos personajes y escucharlos en sus tiempos reales, intentando explicar lo que el cúmulo de sus conocimientos, en una suerte de combinación o permutación matemática infinita, los faculta para ir conjeturando sobre las “trascendentalidades”. Al final, todo parece un tinglado que solo ellos entienden, ¡pero que nos deleita! Por eso alguien decía que el lenguaje y toda esa métrica enredada de reglas que debemos respetar, nos limitan para expresar y concebir lo que queremos y lo que sentimos.

En un artículo que encontré por casualidad, en la búsqueda de “lecturas interesantes” (así los tengo archivados) titulado Allende el lenguaje, Alfonso Reece, su autor, refiere a que en el Tratado Lógico Filosófico(Tractatus Logico-Philosophicus) de un escritor desconocido para nosotros, se sostiene que el límite del universo es el límite del lenguaje. Por eso (a mí me sucede con frecuencia, casi como un karma) cuando queremos decir algo, decimos una cosa, y quien nos escucha, entiende otra. Y todo por no saber utilizar las expresiones o vocablos correctos, o por no estructurar bien las ideas. En la escritura sucede lo propio. Es que el español, a diferencia del inglés, por ejemplo, tiene tantos sinónimos, antónimos, homónimos y parónimos que cualquier expresión por más simple que sea, puede ser entendida de varias maneras. Conceptos tales como la transmutación, la espiritualidad, la psíquica, la libertad, los sentimientos…, y un largo etcétera trascienden los límites de una lógica elemental y se vuelven verdaderos galimatías a la hora de entenderlos o de explicarlos. Hay temas que están más allá de lo “decible”, que para captarlos hay que abstraerse hasta la irracionalidad. Por eso a hombres de mentes brillantes se los ha encasillado como locos, trastornados y todos los adjetivos análogos que se les pueda encajar. A veces no hace falta estar en la ciudad mesopotámica de Babel para no entendernos, a pesar de que hablamos el mismo idioma. Ejemplos de estos embrollos los encontramos todos los días en los noticiarios donde vocingleros políticos quieren imbuirnos a la fuerza sus verdades expresadas en la forma que ellos conocen y entienden. Por eso y por tantas ambigüedades hemos llegado a generar una evidente crisis moral, cuyos culpables, con abogados y todo, pretenden justificar sus erradas actuaciones, a base de estrategias donde la charlatanería ha suplantado la natural fuerza argumental.

En un ejercicio mental, figurémonos un momento a Sartre y Cortázar, o a Heidegger y Russell, discutiendo –bis a bis– los problemas de nuestro inefable Ecuador, cavilando sobre la corrupción y disertando sobre la impunidad; ¡otra sería nuestra realidad! Ahí encontraríamos el verdadero sentido de la filosofía y de nuestra existencia: construir un mundo justo y solidario, a base de un proyecto ético-común.(O)

Eugenio Morocho Quinteros,
Arquitecto; Azogues, Cañar