El barullo que Rafael Correa y sus fans armaron cuando aquel dejó el país para irse a residir temporalmente a Bélgica ha confirmado la existencia de un mal social que por más de diez años ha venido corroyendo a las instituciones y a las familias ecuatorianas: el fanatismo de la élite de los correístas. El diccionario académico define el fanatismo como “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”. Hasta en los últimos momentos de hallarse en suelo patrio, a través de entrevistas con periodistas gubernamentales y tuits, Correa se ha portado como un fanático de sí mismo.
En el mundo entero el fanatismo es un azote maldito. Amos Oz, un escritor israelí, ha reflexionado por décadas sobre esta enfermedad planetaria. Incluso, debido al contexto de conflicto por la tierra en la que él vive, ha denunciado el fanatismo de los palestinos y también el de los israelíes. Una pregunta central de su libro Contra el fanatismo y otros textos (Madrid, Siruela, 2016) es, precisamente, ¿cómo se cura a un fanático? Oz percibe que esta sanación es muy compleja porque en la naturaleza humana existiría un ‘gen del mal’ que nos vuelve irrespetuosos respecto de las opiniones que nos contradicen.
Es muy difícil el equilibrio si una persona vive sin medida. En su larguísimo mandato, Correa no mostró mesura para gobernar: hizo de la presidencia un dispositivo letal para resolver sus convicciones personales. Y, casi como en una antigua cruzada, persiguió a dirigentes políticos, activistas sociales, universidades públicas y particulares, empresarios, gremios, personas que en la calle protestaban, periodistas críticos… Y, como el fanatismo es muy contagioso, sus colaboradores (¿cómplices?) se volvieron tan fanáticos como él y tan soberbios con ese poder que acumuló ilegítimamente el correísmo.
Oz entrega una clave para comprender a los fanáticos: “La esencia del fanatismo reside en obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano, en vez de dejarles ser”. En lo profundo, el fanático quiere hacernos mejores seres humanos. Busca una mejor sociedad. Apela –como Correa– al amor que siente por una causa que juzga inaplazable, aunque en el fondo desprecia al común porque “la semilla del fanático siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”.
Los miembros de la élite correísta –esos hombres y mujeres que aceptaron sin una pizca de pudor las órdenes y los antojos de Correa, que fueron funcionales a su sectarismo y que no repararon en el delirio de forzar a una sociedad a cambiar a las bravas– no han viajado a Bélgica. Siguen aquí. Muchos aún dirigen el Estado. Controlan la justicia. Se adueñaron de la Asamblea. Pretenden ser superiores moralmente y por eso adoran al líder indiscutible. Están convencidos de que el Estado les pertenece. De que son los únicos que entienden el destino del país. Y, cebados de poder, pretenden seguir imponiendo su fanatismo. (O)