Hace pocos días un articulista se preguntaba en su columna de El País de Madrid: “¿Cuándo se jodió España?”, al tiempo que señalaba que la frase provenía de Vargas Llosa aplicada al Perú de las dictaduras y en boca de Zavalita, el periodista de La Crónica en su novela Conversación en la Catedral (Seix Barral, Barcelona 1971), por lo que quiero ahora preguntar lo mismo sobre Ecuador, utilizando simplemente otro verbo porque aquel, según la academia, es malsonante en todas sus acepciones y deseo evitar que alguien se alarme: ¿Cuándo se malogró Ecuador?
Creo que hay dos momentos claves en esta larga y última década: el primero, cuando en los ensayos iniciales de este Gobierno se decapitó, sin afilados cuchillos pero con palos, piedras y agresiones, a dos instituciones democráticas que tenían ostensibles defectos si ustedes quieren añadir, pero que eran producto directo o indirecto de la voluntad popular: 1) El Congreso Nacional elegido en sufragios populares cuyos integrantes en su mayoría fueron reemplazados por ciudadanos suplentes identificados más tarde como “diputados de los manteles”, con la cooperación invaluable del Tribunal Supremo Electoral, algunos de cuyos miembros todavía transitan sin obstáculos por los predios de la política, y 2) El Tribunal Constitucional, defenestrado también ilegalmente. En esos momentos iniciales del régimen se hizo lo mismo que unos años antes consumó Lucio Gutiérrez con la Corte Suprema de Justicia rompiendo la constitucionalidad, con la diferencia de que su arbitrariedad le costó la presidencia y a Rafael Correa no.
El segundo momento decisivo para que el Ecuador se malogre fue la caída sostenida e insostenible –¿oxímoron?– del precio del petróleo crudo que apuntalaba como soporte esencial de la economía del país. En el primer caso se abrió la puerta para la desinstitucionalización del Estado, que cada día fue tomando más cuerpo con la desaparición paulatina de la independencia de las funciones (que ya ni siquiera eran tripartitas sino noveleramente pentapartitas) y de la separación de los poderes que se fueron concentrando, contra todo concepto de prevalencia constitucional, en el Ejecutivo. En el segundo caso, simplemente la falta de dinero que haga mover la economía.
Los sucesos descritos son los dos hitos singulares que marcan al Gobierno y que han malogrado al país, el primero por la ausencia notoria de un talante democrático, y el segundo porque puso fin al uso alegre del dinero público que, de paso, le ha ocasionado gran pérdida de popularidad al régimen y a su cabeza visible, pues tiene una camisa de fuerza que antes no la tuvo y que es la enorme limitación de sus gastos por la disminución de sus ingresos, rubro que a duras penas se compensa a costa del peligroso endeudamiento nacional.
No es sorprendente que cualquier gobierno se desgaste luego de 10 años continuos de ejercicio del poder, lo que incide en el cansancio y hastío de la gente, con mayor razón si existe el fuerte impacto de los bolsillos vacíos de la población, el aumento de la carga de impuestos, la falta de fiscalización parlamentaria y la obsecuencia legislativa, junto a funcionarios desencantados que en buena parte sirvieron a los regímenes neoliberales criticados: ¿Revolución con funcionarios “partidocráticos” conversos?
El que se haya utilizado a personas que sirvieron a otros regímenes no está mal, no es necesario pertenecer a un partido político para servir al Estado, desde esta columna he combatido siempre el sectarismo, lo que no está bien es que se haga una cosa distinta de la que se dice, y encima se difunda una propaganda engañosa. Al Gobierno le ha tomado una década percatarse de que no es lo mismo predicar que dar trigo. (O)