El 23 de abril se celebraron los 400 años de una figura que nunca termina de envejecer: William Shakespeare. Hablar de toda su obra en esta escueta columna es utópico, por ello me referiré en exclusiva a Macbeth y a esa lección que no marchita. Esa pequeña obra, danza de prosa y poesía, es sin duda una de las joyas en la corona del autor inglés. Ambición, deseo, violencia son el primer lado de la moneda; la misma que le pertenece a sir William con nombre y apellido, pues él conocía de primera mano ambos lados. El mismo camino que recorre Raskólnikov dos siglos después ?porque los hombres lo queremos experimentar todo?, es el mismo por el que transitó el dictador (antihéroe) de la tragedia. ¿Existe el mal, la conciencia? ¿La indiferencia, ?aquella “virtud” liberal, tan actual,? hasta qué punto se la puede vivir? Y el engaño tan humano, la codicia desenfrenada, de olvidar que el mal, sea para el fin que sea, siempre reaparece para cobrar su venganza. Ya lo dijo Macbeth: “la sangre quiere sangre”.
Tampoco tenemos que ser tan fuertes con el desdichado general y rey, su historia sorprende por lo parecida que es a la nuestra. Por un lado aparecen las tres brujas que le dicen que va a ser rey, una especie de “profecía”, algo así como cuando uno, con una fe egocéntrica, siente que ha sido destinado para tal cargo, para tal premio, para tales sumas de dinero. Es una especie de intuición, un querer encontrar un “destino” que hasta ese momento ha pasado desapercibido en la niebla de la vida. Y ahí empiezan las dudas. “Si el azar me quiere rey, que me corone sin mi acción”. Sabemos que lo correcto es un camino que exige paciencia, respeto, honestidad. A todos nos gusta hablar del bien, hasta los pajaritos cantan cuando lo hacemos; sin embargo, la condición humana nos hace ajenos a eso de “querer es poder” de modo absoluto. Con el paso de los años, la paciencia enflaquecida se derrumba en el desierto y se aventura al espejismo de que la “sapada”, la trampa, la deshonestidad, son ?no solo buenas? sino “justas”, merecidas.
Dice la consabida frase “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, y Shakespeare, un hombre triste, conoce el otro lado de la moneda. Lady Macbeth. No hace falta mayor presentación. “Tú quieres ser grande y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla”, le dice a su esposo. Pobre Macbeth, ni el echar la culpa a su pareja lo salva de su primer asesino: su conciencia, su depravación. Aquí hago un paréntesis para recomendar la película de esta tragedia estrenada en el 2015 en la cual me parece que la idea de la depravación a causa del mal y la codicia está muy bien lograda. Las malas amistades, las confidencias insidiosas, las serpientes perfumadas de rosas no son excusa para esa jueza que está en el corazón. Sir William deja caer unas pocas ideas esenciales, vivenciales, en esta pequeña obra: el hombre hace su destino, que no está profetizado ni se encuentra en la desventura del engaño. El ser humano es juez y parte con una objetividad inusitada.
Hace unos días leí en The Atlantic una entrevista que le realizaban a una filósofa donde ella contaba que una vez le preguntó a una amiga de ella que era especialista en el Bardo (como le decían al autor inglés) cuánto sabía de él, y su amiga rápidamente le dijo: “No tanto como él sabe de mí”. Y luego le decía, “recuerda esto la próxima vez que alguien te diga que la literatura no sirve”. Leer a Shakespeare, aquí me parece que se traza la línea entre el genio y un escritor promedio, te transporta a un mundo ante el que no cabe pasividad, no solo por la prosa delicadamente poética, por las enrevesadas historias, sino, y más aún, por la profundidad psicológica y la sensibilidad humana que nos lleva a calificarlo de arqueólogo del alma. Para no finalizar con otro tono, escuchemos el grito que recorre las páginas de sus libros, ese grito desgarrador en lo exterior pero esperanzador en su interior, en el que busca el sentido. ¿Lo logró? ¿Encontró la paz? No lo sabremos jamás, lo que sí sabemos es que descubrió una de las instrucciones más importantes en nuestro tránsito terreno: el mal nunca es el camino. Pobre Macbeth, enjaulado en su propia depravación, lo oímos exclamar: “La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y nunca más se le oye. Es un cuento que cuenta un idiota, Tal vez lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. (O)
Y ahí empiezan las dudas. “Si el azar me quiere rey, que me corone sin mi acción”. Sabemos que lo correcto es un camino que exige paciencia, respeto, honestidad.