Tembló la tierra, se apagó la luz, los teléfonos dejaron de funcionar. Así supimos que en alguna parte de nuestro país había llegado la tragedia, que con la misma fuerza que destruyó vidas y bienes, tocó el espíritu solidario de los ecuatorianos.
Miles de jóvenes en distintos lugares del país cambiaron la discoteca, el fútbol y la reunión de amigos por la colaboración en los centros de acopio: donaron, cargaron, clasificaron, empaquetaron y escribieron mensajes esperanzadores para los destinatarios de la ayuda. Con ellos estaban adultos de todas las edades, mientras centenares de voluntarios viajaban al lugar: médicos, enfermeras, psicólogos, ingenieros, terapistas y rescatistas nacionales, primero, y auxiliados por extranjeros después, que removían escombros en busca de supervivientes y de cadáveres.
La niña que decidió canjear sus peluches por botellas de agua para donar, las señoras que viajaron al lugar para turnarse para cocinar y ofrecer alimentos recién preparados a quienes han perdido todo, los universitarios y personas privadas de libertad construyendo ataúdes, los niños cuencanos escribiendo cartas de consuelo, los miembros de algunas ONG consiguiendo material para construir viviendas provisionales, los empresarios que donan dinero, tiempo y trabajo para agilitar soluciones, el arzobispo que cargaba el camión que iría al lugar del siniestro. Todos llegaban desde distintos puntos, cercanos y lejanos, para ofrecer apoyo a los hermanos afectados por el terremoto.
Es el Ecuador que no vemos, la energía que desperdiciamos, las iniciativas que perdemos, las soluciones que no encontramos. Están allí, ocultas y sería bueno que nos preguntáramos por qué. Se lo debemos a los hermanos que sufren, hoy por una catástrofe específica y siempre porque no hemos sido capaces de construir una sociedad justa con oportunidades de crecimiento personal y comunitario para todos.
¿Qué nos impide sentirnos responsables los unos de los otros, ser creativos, organizados, oportunos, capaces de trabajar con ahínco por causas en las que creemos, sin importarnos la procedencia ideológica, económica, étnica o cultural de quien está a nuestro lado? Podemos, está demostrado.
Ciertamente, el Estado tiene sus instancias y las tareas específicas que la Constitución y las leyes señalan y, por supuesto, los funcionarios que el pueblo elige y los que los electos nombran, pero ¿no será que muchas de las decisiones y políticas públicas se toman sin escuchar realmente y dar espacio a la ciudadanía, que se siente excluida, sin encontrar espacio para sus iniciativas y para participar en la construcción de un futuro que les pertenece? ¿No será que los dirigentes confunden dirigir con imponer? ¿Será por eso que los tiempos, las prioridades y las metas de los políticos no siempre coinciden con las de los pueblos?
Hay que pensar ya en la reconstrucción desde todos los ángulos incluyendo, por supuesto, lo social, la reinserción de los damnificados en la vida productiva y ojalá en la vida cívica, para que sean actores del renacer como personas y como pueblos. (O)